miércoles, 12 de diciembre de 2012

OBSERVAR EL ARTE


Es habitual oír decir, incluso a cierta gente iniciada, que el arte es algo subjetivo. Yo mismo participé de esa idea durante algún tiempo, a causa, sin duda, de mi escasa reflexión en el asunto. El éxito de esa idea se debe a la extendida percepción, y consiguiente aceptación, de que existen tantas formas de observar como observadores, y que, por tanto, todo el mundo tiene derecho a observar y a opinar como le venga en gana o sea capaz. Esto es cierto, pero es tan solo una visión parcial y reducida del arte. Una vez más hay que insistir en que los principios democráticos no son aplicables en el arte, como no lo son tampoco en las ciencias, o en cualquier actividad o disciplina que aspire a la verdad o a la excelencia.

Toda obra de arte es una sugerencia que el autor hace al observador. Esa sugerencia puede ser más sutil o más explícita, y de ello depende en buena parte la clasificación que hacemos del arte. Pero, básicamente, la sugerencia incluye una doble propuesta: por una parte, es una invitación al goce estético sin condiciones, apelando de forma directa a la sensibilidad artística que todos tenemos, independientemente de nuestra formación; y, por otra, una invitación a compartir la información que todo arte lleva asociada -el arte es transmisión, o no es-, y que es la que nos pone en contacto directo con el autor a través de la correcta interpretación de su obra. La exhibición explícita de la belleza no es arte per se. En lo que concierne a su síntesis, el arte ha de ser, por encima de todo, una interpretación alternativa de la realidad que no solo apele a la sensibilidad del observador, sino también a su ingenio. Aquí radica el quid de la cuestión, porque mientras el simple goce estético, al ser imposible de sujetar a criterio consensuado, parece introducir en la observación del arte el componente subjetivo que la mayoría defiende, la verdadera magia de la contemplación artística solo se cumple cuando somos capaces de compartir el éxtasis estético con el autor a través de su misma mirada. En ese proceso de objetivación consiste el arte, en mi modesta opinión. Decía el gran fotógrafo Garry Winogrand que el arte fotográfico no se sustancia en lo fotografiado, sino en la forma en que se fotografía.

Podríamos decir, aún a riesgo de entrar en terrenos aún más inciertos, que la observación del arte exige un mirar sin ver, ya que si confiáramos ciegamente en la relación directa entre lo que miramos y lo que vemos, la tiranía de esa certeza impediría cualquier tipo de especulación sobre otras posibilidades estéticas, limitando enormemente la propia visión. Es a través de la mirada abstraída, la que mira sin ver, como uno tiene acceso a la abstracción, que es donde la mayoría de las veces tiene lugar el proceso de objetivación al que antes me refería. Eso requiere de un esfuerzo consciente en la educación de la atención selectiva, rutina que facilita tanto la lectura subliminal de la obra, como el acceso al conocimiento de sus distintas potencialidades. Siguiendo a Winogrand, puede afirmarse que descartar lo obvio es una buena manera de empezar a educar la mirada, pero reconozco que es más fácil de decir que de explicar, porque, en ocasiones, la búsqueda de la objetividad mediante la manipulación de la atención tiene el efecto de abrir las puertas a la imaginación, y nada hay tan subjetivo como la imaginación. Puedo intentar explicarlo diciendo que cuando logramos crear en la mente los mecanismos automatizados que nos permiten prescindir de lo que de explícito y aparente tiene una obra de arte, comenzamos a ver en ella otras cosas que están allí, pero también otras que no están, pero que bien pudieran haber estado. El disfrute de la observación del arte depende muchas veces de ese tipo de especulaciones. Pero no hay contrasentido alguno en la paradoja que surge del enfrentamiento entre esa especulación y la búsqueda de la objetivación. Cuando un artista «abandona» su obra al disfrute de los demás es consciente de que una parte de ella ya nunca le pertenecerá. Pasará a formar parte del patrimonio colectivo, seguirá evolucionando, y, con el tiempo, servirá de inspiración a futuras obras. Pero todo artista aspira a la satisfacción de compartir la experiencia estética con el destinatario de su obra. Solo cuando la obra es comprendida y valorada por el observador en los mismos términos que fue creada, surge la magia del arte como medio de intercambio, y el arte es entonces algo muy objetivo.


martes, 20 de noviembre de 2012

OLIMPOS CERCANOS


Un mar de algodón se extiende hacia el sur bajo mis pies hasta donde la vista alcanza, y, por el norte, hasta donde el mar azul reivindica sus dominios, cerrándole bruscamente el paso. Allí, donde los dos se funden en el abrazo que los agota, se adivinan los pueblos costeros, a punto de ser rescatados de la bruma por los rayos del sol liberador. Ese mismo sol que me deslumbra cuando observo ensimismado las montañas, como islas griegas en un Egeo de luz cegadora: aisladas, inconexas, con sus bosques y sus prados, y sus vacas paciendo a la orilla del reluciente mar. Se hace fácil aquí evocar el Olimpo. Y es que pasear por encima de las nubes fue siempre una facultad propia de los dioses. Quizá por eso pagamos el precio del esfuerzo de alcanzar las alturas, por el pueril deseo de elevarnos por encima de nuestra humana condición y sentirnos dioses, aunque tan sólo sea por un momento. O quizá se trate de un reto: el de tentar la lógica poniendo a nuestros pies lo que ella dice que ha de estar por encima; un desafío que la intuición recibe con agrado y que el espíritu disfruta como se disfruta de todo lo que es inusual: como si fuera un regalo, o una invitación a soñar.

No hay en mi ascenso a las alturas ningún sueño de divinidad, pero todo lo que es civilización está ahora por debajo de mí, sumergido en un océano de luz opaca, inaccesible a los sentidos, excluido del pensamiento, y esa deliberada enajenación es ya en sí un rozar lo divino. Me pregunto si no es precisamente el mejor de los impulsos civilizadores el que nos lleva a huir, aunque sea temporalmente, de la propia civilización. Si ser civilizado es ser capaz de soñar con mundos alternativos, pero el sueño, a ojos de la propia civilización, se vuelve ensoñación, ¿qué otro recurso nos queda que elevarnos espiritual y físicamente por encima de ella, aunque tan sólo sea por el engañoso placer de verla sucumbir a la naturaleza?

jueves, 8 de noviembre de 2012

ESTRELLAS DE NEÓN


Hay una escena que de forma natural acude a mi mente cuando pienso en el recorrido intelectual del ser humano a lo largo de los tiempos. Es una escena de hace 30 o 35.000 años. 

Es de noche, en un lugar cualquiera del planeta. Hay un hombre vestido de pieles, sentado a la entrada de la cueva en que habita, contemplando absorto el inmenso espectáculo de un cielo profusamente estrellado. De vez en cuando, una estrella fugaz le hace sobrecogerse, pero enseguida vuelve a su ensimismamiento; las ha visto otras veces. Poco a poco se va sumando a la observación el resto del clan. Hablan entre ellos de lo que ven y de lo que creen ver, asocian referentes comunes a las múltiples formas que las estrellas dibujan en el firmamento y especulan con su significado; no saben que acaban de poner en marcha el proceso de socialización del arte, la filosofía y la ciencia.

En la observación del firmamento se excitan las emociones de las que surgen todas las disciplinas del conocimiento y todas las formas de mística. De la fascinación y del temor que su contemplación produce, y, consecuentemente, de las actitudes derivadas de ellas: la curiosidad, la incertidumbre o la veneración, surgieron los credos y la magia, pero también el espíritu escéptico que generó el estudio y la investigación. A las estrellas remiten su alma los creyentes y de su polvo dicen estar hechos los que sólo creen en ellas. Al cielo miran unos para rezar o maldecir, y otros, para soñar. Biológicamente, aún seguimos habitando en una cueva, pero ahora las luces de las ciudades rivalizan con la de las estrellas, al punto de impedirnos su contemplación. Cuando logramos evadirnos de nuestras cárceles de neón y elevamos la mirada a las alturas, nos damos cuenta de que hay mucho aún en nosotros de aquel primer observador sentado a la entrada de su cueva. Ahora es la consciencia la que gobierna nuestra contemplación, pero las emociones siguen siendo las mismas. 

lunes, 29 de octubre de 2012

VIEJAS FOTOGRAFIAS



Las fotografías antiguas ejercen en mí una enorme fascinación; especialmente aquellas que muestran escenarios que me son conocidos, que me son entrañables. Nada mueve más a la melancolía que una imagen del pasado. Una fotografía vieja es un eco visual, un retazo congelado de vida, un testigo de lo que ya no está, de lo que ya no es. Y si la melancolía es, como dicen, el placer de estar triste, ¿qué tristeza más placentera que la de traer a la vida, aunque sea de forma efímera, un instante extinguido de ella?

Puedo pasar horas mirando viejas postales y estampas de Bilbao. Me gusta implicarme en ellas tratando de aportarles lo único que les falta: el sentimiento, por más que mi sentimiento les sea ya lejano, ajeno. Lo hago porque en eso consiste mi placer: en ser un intruso en la fotografía que miro. Sólo así, desde dentro, puedo rescatar del olvido cosas que están en ellas, pero que desde fuera no percibimos, como el seco percutir de los cascos de los caballos sobre calles empedradas o el agudo rechinar de los tranvías y el crujir de los carros. Sólo así puedo sentir el olor del aceite quemado y el humo en la estación de Atxuri, la bulla y el alborozo de las mujeres haciendo la colada en el río, el txistu y el acordeón en una romería en Begoña, y las risas de los niños que juegan al aro frente a la cámara. Siempre hay niños en las fotografías viejas. Y detrás de todo, lo único que queda cuando la obra de la vida se acaba, que es el escenario: a veces, cambiado; otras, irreconocible. ¡Qué placer cuando encontramos escenarios que aún son capaces de evocar obras ya representadas en ellos! Los escenarios guardan la esencia de la vida y, si queremos, son capaces de reproducirla siempre que estemos dispuestos a sentarnos un momento y observar.

Suelo visitar los escasos escenarios de mis viejas fotografías que todavía perviven en mi entorno cercano. A veces cuesta reconocerlos porque han adaptado sus formas a las nuevas obras que han de representar. Pero están ahí, a menudo mimetizados en el entorno, pero cumpliendo fielmente el papel para el que fueron creados, que no es otro que el de hablar de nosotros cuando nos hayamos ido, exactamente igual que las viejas fotografías que ahora tengo en mis manos. Escuchémosles; tienen mucho que contarnos.

lunes, 8 de octubre de 2012

EL ARTE DE OBSERVAR


Llamamos observación a ese proceso mágico en que la conciencia accede a la realidad que le rodea, y de cuya existencia no tendría conocimiento de otra manera. Aunque el término «observar» parece referirse exclusivamente a la experiencia visual -que es la que aquí tratamos-, la acepción más amplia del término incluye todas las percepciones sensoriales que nos permiten interactuar con la realidad exterior. Observamos de forma inconsciente mediante los mecanismos reflejos que nos ponen a salvo del peligro que entraña esa interacción, pero es la observación activa la que nos da acceso al conocimiento, y la que pone en marcha en nuestra mente la ardua y singular tarea de comprender y explicar el mundo. Efectivamente, la observación es el requisito sine qua non y el primer paso de todo curso cognitivo. 

El hábito de observar, la curiosidad, es la primera de las cualidades que encontramos en los ilustres personajes que hoy reconocemos como artífices del avance científico, artístico, social y tecnológico. En algunos de ellos, como por ejemplo, Newton y Da Vinci, la curiosidad alcanzó límites casi patológicos -si es que el exceso de curiosidad pudiera ser considerado así-, y les permitió acceder a niveles del conocimiento impensables para su tiempo. La curiosidad, o, por ser fiel al espíritu del escrito, el hábito de observar, es un hábito altamente adictivo para quien lo adquiere. Uno empieza observando las cosas más cotidianas, como las gotas de lluvia o el brillo de las estrellas, e irremediablemente termina preguntándose por el Big Bang. Y es que lo maravilloso de este hábito es que no se agota o sustancia en si mismo, sino que exige siempre una explicación de lo observado. Así, sin solución de continuidad, al placer de observar le sucede siempre el placer de conocer. Es el ciclo del saber. 

La curiosidad parece ser innata en ciertas personas, pero puede también incentivarse mediante una formación apropiada. En mi modesta opinión, todo sistema educativo debería fundamentarse en el estímulo constante del hábito de observar en los niños. Se trata de formar niños activos e imaginativos, capaces de ver fuentes de placer y entretenimiento en las cosas sencillas que les rodean, sin detrimento de esas otras más sofisticadas que la tecnología brinde en cada momento, y que forman parte de su proceso de inserción en el mundo que les toca vivir. Recuerdo ahora una entrevista a Amelia Valcárcel, en la que la conocida filósofa relataba su primera experiencia consciente relacionada con su curiosidad. Se refería a un remoto recuerdo de su niñez en el que se veía a si misma obnubilada por la contemplación de la luna en pleno día. Creía ella que aquella  primera e incipiente reflexión infantil, producto del desconcierto que le causó ver a la luz del día algo que ella asociaba a la noche, fue un signo premonitorio de lo que iba a ser una vida dedicada a interrogarse sobre ese tipo de cosas. Siempre hemos conocido niños que dan muestra de un afán insaciable de conocer. Son aquellos que se entretienen en despiezar juguetes, movidos por el  interés de averiguar lo que guardan en su interior. Erróneamente se hace derivar a veces ese comportamiento indagador de un impulso destructivo, y, en ese sentido, me pregunto cuántas ranas destripadas no habrán sido otra cosa que simples víctimas inocentes de una curiosidad extrema, y no de un impulso cruel, antes de que nuestras «civilizadas» formas se hicieran incompatibles con ese tipo de curiosidades malsanas. Pero, ¿no es todo acto de conocer un destripar la realidad? ¿No hay algo de «malsano» en cualquier tipo de curiosidad? Observar es invadir, como bien pone de manifiesto la física cuántica. Toda observación es un acto de intrusión en el sujeto observado, que ya no vuelve a ser el mismo tras la observación. Y aunque este aspecto del asunto pertenezca más bien a otro capítulo, no está de más recordar la forma en que la interacción entre sujeto y objeto modifica la naturaleza de ambos, aunque dependiendo de la escala de la materia en que operemos, esa modificación sea más o menos perceptible. Quien observa se enriquece a costa de lo observado, y éste se enriquece a su vez con la visibilidad que el observador le otorga.

En lo que a mi concierne, me doy cuenta de que mi afición por la fotografía, que precisamente nació de mi fascinación por la luz, ha naturalizado mi hábito de observar, hasta el punto de convertirlo en un acto rutinario casi inconsciente. Me descubro a menudo empeñado en hallar las posibilidades estéticas de un determinado objeto iluminado de una forma u otra, o imaginando cómo lucirá a distintas horas del día, y eso hace que a veces aparezca ante los demás como distraído o ausente, cosa que mi mujer me recrimina a menudo. Pero he descubierto que esa naturalización ha tenido un efecto positivo en mi forma de mirar, y ahora soy capaz de ver cosas que antes no veía. Me he dado cuenta de que la práctica fotográfica tan extendida que consiste en la búsqueda sistemática de la fotografía ideal es una tarea estresante, y, la mayoría de las veces, frustrante. Salvo contadas excepciones, no hay fotografías que estén aguardando a ser «cazadas» por un ojo escrutador. Ese concepto cinegético de la fotografía solo tiene sentido en un contexto meramente documental, y aquí hablamos de algo muy distinto: hablamos de extraer la belleza de las cosas que nos rodean. Por eso, es mucho más eficaz educar la mirada en la interpretación creativa de la luz, porque es precisamente la interpretación la que hace posible el milagro de que algo aparentemente sin interés logre cautivar nuestro espíritu. Todo es susceptible de ser bello mediante una visión o una interpretación adecuadas. No es la gran fotografía lo que se oculta a nuestros ojos; es la belleza inherente a todas las cosas la que es necesario descubrir mediante el hábito educado de observar e interpretar. 



martes, 18 de septiembre de 2012

POSTALES DE LISBOA (VIII)


Me gustan las ciudades que se dejan contemplar desde la altura. Pero no la altura que siempre proporcionaron las iglesias o los edificios nobles; esa es una altura privada, jerárquica, dominante. Me gustan las alturas que la propia ciudad ha ido ocupando con el paso del tiempo, y que hallamos al final de empinadas calles que exigen esfuerzo para ser andadas. 

Me gustan los barrios que habitualmente pueblan las alturas de las ciudades; densos, apretados, llenos de vida, y que, merced a un curioso contrasentido histórico, se tornan humildes en la medida que ascienden, a diferencia de las acrópolis del pasado, de las que heredaron su espíritu las torres de las iglesias: privadas, jerárquicas, dominantes.

Me gusta pasear a la sombra de los muros del viejo Castelo de Sao Jorge, la auténtica «acrópolis» de Lisboa, desde el que la ciudad se desparrama caótica en todas direcciones. En ningún otro lugar puede hablarse de Lisboa con más propiedad que aquí, donde por primera vez fue nombrada, y, con ello, dada a la vida. Desde su vieja atalaya Lisboa observa, y, al mismo tiempo, es observada; desde ella se expande, y, al mismo tiempo, se resume; en ella comienza, y, al mismo tiempo, en ella tiene su fin.

Me gustan las ciudades con cuestas. Quizá porque nací en una de ellas.


sábado, 8 de septiembre de 2012

POSTALES DE LISBOA (V) ECOS DE CANDIDO


Se hace extraño pasear a cielo abierto por una nave gótica; tiene uno la sensación de encontrarse en un escenario de ciencia-ficción. La luz, que lo invade todo, incluso aquellos rincones que no fueron pensados para recibirla, altera de forma sustancial la naturaleza del edificio, y condiciona, sustancialmente también, las sensaciones que nos transmite. No soy el más indicado para hablar de estas cuestiones, pero sospecho que en un templo así no ha de serle fácil al creyente lograr el estado de recogimiento que favorece la oración. Me pregunto si los conceptos de recogimiento y de espiritualidad no guardan una estrecha relación con la luz, y si la religiosidad medieval no fue, de alguna manera, favorecida por su ausencia. ¿No fue acaso tachado siempre ese periodo de oscurantista?

Camino con María Luisa por la nave central de la Iglesia do Carmo en Chiado. Es este un lugar en el que la mirada tiende a las alturas, como si mereciera más atención aquello que falta en nuestra construcción lógica del templo que lo que permanece de ella. Lo cierto es que resulta extrañamente atractivo contemplar el cielo enmarcado por desnudos arcos ojivales que semejan las cuadernas de un barco vuelto del revés. Pero lo relevante aquí es que todo lo que vemos, y, sobre todo, lo que intuimos que falta, responde a la voluntad de los lisboetas de mantener vivo en la memoria el recuerdo de aquel primero de noviembre de 1755 que cambió bruscamente el rumbo de su historia. Por eso, la visita al Carmo es especial. Sus ruinas no están revestidas de ese halo romántico que el tiempo otorga a aquello que previamente ha destruido. Hay en ellas la misma belleza, o la misma ausencia de ella, que en otras, pero el conocimiento añade a su visión un trasfondo de sufrimiento que anula cualquier evocación romántica. ¿Por qué asumimos de forma tan natural la naturaleza destructora del tiempo, al extremo de enamorarnos de sus efectos en las cosas, y nos revelamos, en cambio, contra el poder destructor de la propia naturaleza? Hoy, el recuerdo de aquel desastre no es ya más que un eco lejano en la memoria colectiva. Lejos de evocar escenarios de desolación, las ruinas del Carmo son hoy para mucha gente un espacio amable para el paseo y la meditación. Pero, paseando por ellas, no he podido evitar recordar las palabras de Voltaire: «Filósofos engañados que gritan: "todo está bien", vengan y contemplen estas ruinas espantosas!»


lunes, 3 de septiembre de 2012

POSTALES DE LISBOA (IV) CITA CON PESSOA



Digo a todo el que me pregunta por mi estancia en Lisboa que, además de María Luisa, estuve allí en todo momento acompañado de Fernando Pessoa. Y lo hago con cierta reserva, pues sé que eso puede sorprender o incomodar. A unos, por su desconocimiento del personaje, y a otros, porque quizá vean en mis palabras una pose intelectual fingida. De cualquier forma, no soy en esto tampoco original. Leo sobre personas que viajaron a Londres con Dickens, a Dublín con Joyce, a Praga con Kafka, a Buenos Aires con Borges, o a San Petersburgo con Dostojevski, y no veo en ello una pose afectada, sino más bien un gesto de infinita humildad. ¿Qué mejor para un sencillo viajero que ir de la mano de guías iniciados en los «misterios» que dan acceso al alma de las ciudades? En mi opinión, el buen guía no sólo es aquel que nos muestra lo que sin su ayuda nos pasaría inadvertido, o el que pone etiqueta con nombre y fecha a lo que de otra forma no sabríamos interpretar, sino el que es capaz de implicarnos emocionalmente en los lugares que visitamos revelando la magia que esconden. Cada lugar es único, y lo es, no solo por su originalidad, sino por haber servido de escenario a la vida, que nunca se repite. Es ese vínculo con la vida, con las vidas, el que convierte cada lugar que visitamos en una invitación a revivir lo ya vivido por otros, y a soñar con ello. Hay que ser muy buen guía para eso, y yo, simplemente, escogí al mejor.

Voy a buscar a Pessoa al lugar en que estoy seguro de encontrarle: allí donde siempre tiene una mesa reservada a su nombre. Soy consciente de que con ello corro el riesgo de verme envuelto en una de esas desagradables liturgias en las que el turismo pervierte los lugares más nobles y las vivencias más sinceras, pero, afortunadamente, esta vez no es así. Entro en el café Martinho Da Arcada como quien acude a una cita previamente pactada a un lugar desconocido: buscando con afán, pero sin saber dónde buscar ni a qué mirar. Un amable camarero, cuya experiencia enseguida le hace ver mi problema, me conduce ante una puerta, la abre, y, con un gentil gesto, me invita a entrar. «É lá, onde está a senhora», me dice, señalando con el dedo a la única persona que hay en el amplio salón comedor con mesas con mantel, vajilla y cubiertos, pero aún sin atender y en penumbra. 

Ahí está su mesa de mármol gris, con su café, con su copa, con su recipiente para el azúcar y sus libros. Y esa mujer de pie, inmóvil frente a ella, como formando parte del escenario, con la mirada fija en las fotografías en blanco y negro de la pared y en actitud de concentración o de reverencia. Pienso ahora, mientras escribo esto, en la curiosa similitud entre esa mujer y aquella otra que habría de conocer apenas un par de días después frente al monumento al doctor Sousa Martins, con un cirio y un rosario en la mano, balbuciendo plegarias con los ojos cerrados, y que cuando le pregunté por la identidad del destinatario de sus ruegos, me respondió: «e um santo». Pienso si no habría sido esa misma la respuesta que sobre Pessoa habría dado la mujer que medita frente a su mesa, pero, en cualquier caso, esa duda me hace reflexionar sobre mi propia presencia allí. Parece lógico pensar que fueron razones análogas las que hicieron que ambos coincidiéramos en un lugar tan peculiar, pero sabemos que dos personas pueden compartir lugares e inquietudes, y habitar, sin embargo, en universos diferentes. 

Intento hacer una fotografía del comedor que incluya el rincón donde está la mesa de Pessoa, pero, sea cual sea el encuadre, incluye siempre a la mujer frente a la mesa, por lo que, tras la espera que exige la prudencia, decido pedirle de forma educada que se retire, cosa que hace a regañadientes y con manifiesta intención de afear mi comportamiento, y es entonces cuando me doy cuenta de que estoy en un santuario.

De vuelta a la mesa en la terraza de la Plaza do Comercio, donde María Luisa me está esperando, pienso en conceptos tan diferentes, pero tan relacionados, como la fe, la mitomanía y el fetichismo, mientras tomo los apuntes que dan lugar a este escrito. «¿Lo has visto?», me pregunta María Luisa con cierta ironía. «Si, allí estaba», le respondo.

jueves, 30 de agosto de 2012

POSTALES DE LISBOA (III)




Son múltiples las formas en que un monumento puede impactar al viajero que lo ve por vez primera. Tan múltiples y tan variadas como la tipología de los monumentos y las propias formas de observar. Pero, dejando a un lado tipologías y sensibilidades, podría decirse que, yendo a lo estrictamente emotivo, hay dos tipos de monumento en lo que concierne a su relación con el observador: el que, merced a sus virtudes estéticas o a su magnificencia, es capaz de enamorarle independientemente de su preparación y disposición, y el que para su disfrute requiere de él un conocimiento previo. Es el debate propio de la observación artística y de toda obra de arte en si: el que tiene lugar entre lo explícito y lo abstracto, entre lo accesible y lo críptico, el que, por una parte, trata de averiguar lo que de objetivo o intersubjetivo hay en una obra, y que da lugar a lo que podríamos definir como «arte empático», y por otra, la forma en que el conocimiento privado privatiza la propia obra, volviéndola algo exclusivo de cada uno.

En mi reciente estancia en Lisboa he tenido ocasión de admirar parajes, establecimientos y construcciones que responden fielmente a esos dos tipos mencionados. He disfrutado, por ejemplo, del goce estético compartido en los miradores de Santa Luzia y Sao Pedro de Alcántara, donde el concepto de «arte empático» al que antes aludía alcanza su máxima expresión. Allí, por medio de las risas de los demás, de sus exclamaciones..., quizá debido también a ese curioso nerviosismo que nos invade cuando nos sentimos partícipes de un sentimiento común, uno es capaz de advertir en los otros sensaciones gemelas de las propias, convirtiendo la observación en un ejercicio de disfrute colectivo. Pero es un disfrute que nada exige del conocimiento, ni viene condicionado por él. Es tan solo la reacción de nuestro cerebro «no educado» a determinados estímulos que disparan en él los automatismos que sancionan la belleza según criterios funcionales fuertemente anclados en el subconsciente, y que dan lugar a comportamientos unánimes frente a estímulos comunes. Recuerdo ahora la amable turista francesa que, muy cerca del mirador de Sao Pedro aquí citado, vino a mí emocionada para rogarme vivamente, incluso tirándome del brazo, que de ninguna manera dejara de entrar en la pastelería que acababa ella de descubrir cerca de allí, y cuya belleza la había dejado impresionada. Intuía ella que algo tan hermoso habría de despertar necesariamente en mí las mismas emociones que ella había experimentado, y no se equivocaba. Y es que los miradores de Santa Luzia y Sao Pedro, así como la Catedral do Pao -así se llama la bellísima pastelería- son magníficos ejemplos de intersubjetividad a la hora de apreciar la belleza.

Pero he tenido también ocasión de visitar otros monumentos en los que lo intersubjetivo no existe, o, lo que es lo mismo, está tan condicionado por criterios de orden interpretativo, que su disfrute, si es que procede, tiene lugar en el estricto ámbito de la intimidad. Son monumentos sobre los que el conocimiento derivado de la información va poco a poco construyendo el espacio emocional previo a la visita, convirtiendo ésta en feliz refrendo o en decepción, según las expectativas creadas, y en fascinante ejercicio de turismo forense, en cualquier caso. Pongo de ejemplo, y aquí abocan todos los preámbulos, la sobrecogedora iglesia de Sao Domingos en el Largo lisboeta del mismo nombre.

Solíamos acceder a la iglesia de Sao Domingos por la Rua das Portas de Santo Antao, lo que nos permitía visitar, de paso, centenarios establecimientos, como el de Eduardino y su «Ginjinha sem rival», o el adjunto «bar-tabacaria» Magina, que hoy parece abandonado, pero donde hubo buen ambiente en otro tiempo, a juzgar por fotos antiguas que he visto. La calle desemboca en el Largo que toma el nombre de la iglesia: un espacio abierto, a modo de plaza, consagrado hoy a la tolerancia. Puede verse en el centro un monumento con la estrella de David y, en uno de los extremos, un muro con banco adosado -ocupado habitualmente por gente de raza negra- en el que puede leerse el texto «Lisboa, ciudad de tolerancia» escrito en múltiples idiomas. Y es que fue en este lugar donde el 19 de Abril de 1506 comenzó y, en buena medida, transcurrió, el sangriento progromo popular que acabó con la vida de unos 5.000 judíos -y otros acusados de serlo-, tras el llamamiento hecho por un par de monjes benedictinos prometiendo indulgencia para 100 días por cada judío converso muerto. Es este el primer recuerdo «negro» asociado a esta iglesia que uno percibe flotar en el ambiente cuando se encuentra en sus inmediaciones, pero no el único, porque inmediatamente viene a la mente la imagen de reos encadenados saliendo de esta iglesia camino de la hoguera, ya que era aquí donde se celebraban los autos de fe de la Inquisición. Con semejantes antecedentes no es extraño que la visita adquiera un significado especial para los enamorados de los testimonios vivos del pasado.

Al igual que muchas de las iglesias de Lisboa, por fuera, la de Sao Domingos puede pasar inadvertida al visitante no informado de su valor. Nada de lo que exhibe exteriormente promete lo que su interior ofrece. Sin embargo, se respira en su entorno el ambiente de actividad propio de los lugares saturados de vida, esos en los que el viajero distraído, sin saber por qué, decide detenerse a descansar o a observar. La propia profusión de mendigos en la puerta de la iglesia, siempre rodeados de palomas que acuden por las migas que les echan, indica que nos encontramos ante un templo en activo e importante. Pero nada de esto nos predispone para el primer impacto que la iglesia causa cuando, por fin, uno accede a su interior. De entre el conjunto de sensaciones cruzadas que a uno le asaltan tras el primer impacto visual, quizá la primera sea de desconcierto; uno tiene la certeza inmediata de que nunca antes ha visto un templo así. Luego, o simultáneamente, es el intenso olor a cera quemada procedente de los cientos de velas que arden frente a las múltiples capillas, el que proporciona una intensa sensación de atmósfera densa que acompaña bien a la sobrecogedora visión del conjunto del templo: pilares, arcos y frisos destrozados al extremo de amenazar ruina, muros ennegrecidos por el fuego que muestran sus entrañas de mampuesto y ladrillo, imágenes mutiladas y chamuscadas con aspecto fantasmal... el propio piso de la iglesia, de losas agrietadas y descompuestas, crean un escenario que alguien acertadamente describió como una visión del infierno. En nuestra primera visita a la iglesia -la visitamos tres veces- a todo esto hubo de añadirse el fervor popular expresado durante el oficio en curso por medio de cantos grupales y fieles en actitud de oración con los brazos en cruz, que ayudó a completar un escenario hasta cierto punto surrealista. Dicen que la iglesia de Sao Domingos es la que más fervor despierta en los lisboetas, al punto de que existe una larga lista de espera para la celebración de oficios en ella. Un fervor acrecentado por el hecho de que en una vitrina junto a la entrada se exhiben como reliquias una porción de rosario y un pañuelo pertenecientes a los pastorcillos de Fátima que dijeron haber hablado con la virgen, aunque hay quien dice que ambos objetos -los auténticos- desaparecieron en el incendio de 1959 que más abajo cito. La iglesia ha sido, asimismo, escenario de bodas reales, coronaciones y exequias ilustres, lo que dice mucho de hasta qué punto su atormentada historia, en cuyo curso estuvo más de una vez a punto de desaparecer, la ha convertido en un símbolo de la esperanza en la supervivencia. Y es que esa patética visión que hoy el visitante tiene es el testimonio vivo de lo que el terremoto de 1755 dejó en pie de ella: apenas la zona del altar y los pilares; el resto, lo que hoy uno intuye como ajeno al caos, fue añadido posteriormente, como, por ejemplo, la curiosa cubierta rojiza de la nave, que tan extraño contrapunto hace con el resto. El convento adosado, así como la techumbre de la iglesia y la fachada de ésta que da a la plaza se vinieron abajo aquel primero de noviembre de 1755. Se desconoce el número de personas que perecieron en su interior, pero se sospecha que fueron muchas, ya que, tras el primer temblor, la gente buscó refugio en las iglesias confiando en la solidez de su construcción. Para completar la triste secuencia de efemérides de este templo, y tal como ya he indicado, decir que en 1959 un voraz incendio estuvo a punto de destruirla definitivamente, pero no lo consiguió, contribuyendo a alimentar aún más, si cabe, su leyenda de inmortalidad. En alguna parte he leído que ese olor tan característico que uno percibe al entrar, y que se achaca a las velas, es, en realidad, el de las cenizas de aquel incendio, que todavía permanecen adheridas a las paredes. No sé cuánto hay de cierto y cuánto de leyenda en lo que en torno a esta iglesia circula, pero si doy fe de que su visita no decepciona; no desde el punto de vista de un amante del testimonio histórico y humano como yo. Muy lejos de esta visión quedan otras que evocan tétricos desfiles de judíos asesinados, herejes quemados y fieles aplastados por la propia iglesia en la que oraban. Si muchas veces resultan inevitables estas aberraciones de la razón, cuánto más en el caso que nos ocupa.

Y acabo como he empezado; mi reflexión ahora enlaza con el inicio y trata de averiguar hasta qué punto la información previa recibida sobre un monumento, y la forma en que la dosificamos e interiorizamos, condiciona la impresión que su visita nos causa, hasta el extremo de, en ocasiones, disfrutar más de la información que de la propia mirada... y si, por tanto, no hay en esa mirada una especie de voluntad de ver en el objeto que miramos aquello que nuestra mente ha configurado previamente para él. No sé si hablo de romanticismo, pero si sé que la mirada que ha de recorrer un escenario como el que aquí tratamos ha de ser necesariamente una mirada personalizada, abstraída, íntima, a diferencia del jolgorio visual compartido, ya sea en grupo o in absentia, en los lugares comunes que cito al inicio de este escrito. En pocos sitios, como en la extraña iglesia de Sao Domingos, he tenido la sensación de ser un intruso en todos los sentidos, de vagar mentalmente en solitario, de no compartir nada, ni querer hacerlo, con quien a mi lado medita, reza o simplemente observa. Las fotografías que hice de la iglesia en mis tres visitas no valen nada. No buscaban ser fotografías, sino tan solo documentos que completaran o se ajustaran a mi información. Era mi «yo» abstraído quien apretaba el disparador.




viernes, 24 de agosto de 2012

POSTALES DE LISBOA (II)

Leo a Pessoa en el iPad mientras me tomo una cerveza en A Brasileira. Es la forma que he escogido para descansar tras un día ajetreado, pero no consigo concentrarme en la lectura. Justo enfrente de mi, junto al monumento a Chiado, hay un hombre de cierta edad, desnudo de cintura para arriba, que vocifera en portugués lo que parecen ser amenazas a los turistas que se hallan sentados en las terrazas de la plaza. Unos, la mayoría, miran para otro lado y le ignoran; otros se ríen de sus grotescos aspavientos cuando imita a un boxeador. Yo, no sé por qué intuyo que, más allá de las apariencias y las formas, no ha de haber excesivo desvarío en sus argumentos, que, debido a lo cerrado de su acento, no he sido capaz de entender. Y es que todo turista me parece un intruso.

El hombre decide irse con sus amenazas calle abajo, mientras amaga o lanza los puños como si se batiera con un púgil imaginario. Yo, retomo mi lectura, pero enseguida la abandono para reflexionar sobre lo leído. Dice Pessoa que nuestro modo de vida civilizado es un sueño inducido por el arte, y no le falta razón. Porque, de otra forma, ¿qué sería de nosotros si solo viéramos pino donde hay mesa, mármol donde hay Venus, e instinto donde hay amor? Denominamos las cosas en función de la forma que el arte les da, y con ello, tan solo con nombrarlas, las convertimos en cosas nuevas que trascienden de la materia de la que están hechas, permitiéndonos soñar con ellas. Somos civilizados en la medida que somos capaces de soñar las cosas, independientemente del nombre que les demos. Lisboa es el nombre que dimos a aquello que el arte hizo de esta ciudad. Por eso, lo verdaderamente importante es el sueño que dicho nombre evoca, no el nombre en si. 

Pienso en esto mientras observo a Pessoa, convertido en bronce, a escasos metros de mi mesa en la terraza de A Brasileira. Es la hora en que las sombras se alargan y todo adquiere el matiz dorado que tanto gusta al fotógrafo. Pero no quiero ahora hacer fotografías; prefiero entretenerme con el continuo ir y venir de turistas y lisboetas desfilando ante mi mesa. Los miro con la misma distracción y relajación con que ellos caminan, casi de manera inconsciente, por culpa, sin duda, de su cansancio y el mío. Me llegan de todas partes conversaciones cruzadas y risas de niños que me sacan de mi ensimismamiento, y entonces, por distraerme, vuelvo la mirada al numeroso grupo de turistas que espera su turno para sentarse junto al maestro Pessoa y hacerse la foto de rigor. Me pregunto qué pensaría él si levantara la cabeza y se viera convertido en mito broncíneo; él, que nunca fue nadie, que nunca pudo querer ser nadie. ¿Serán todas esas personas que se sientan a su lado y le ponen la mano sobre el hombro, algo más que manchas sin movimiento, cosas que pasan pero que no llegan a ocurrir?. Yo también me siento de bronce ahora, pero no por imitar al maestro, sino a causa de diez o doce horas ejerciendo de intruso en las calles de Lisboa.


Cojo la cámara de encima de la mesa y hago unas fotos; no por nada, sino por el simple capricho de dar trabajo a mi distracción.







miércoles, 22 de agosto de 2012

POSTALES DE LISBOA (I)

Lisboa está llena de rincones típicos, cuyas fotografías, convertidas en postal, pueden verse en todos los kioscos. Son esas imágenes que todos conocemos y que tienen la virtud de convertirse en embajadoras de su ciudad en el mundo. Dirán algunos puristas que el fotógrafo serio deberá evitar ese tipo de fotografías, pero lo cierto es que cuando uno logra abstraerse de lo que son -postales- y se centra en lo que muestran, descubre que detrás de algunas de ellas se esconden grandes fotografías, algunas de esas que a uno mismo le gustaría hacer. Como no soy purista, pero tampoco un turista al uso, hoy he decidido hacer mía una de las postales mas típicas de Lisboa.

Estoy sentado con María Luisa en las escaleras laterales de la Rua da Bica do Duarte Belo, la empinada calle por la que transita el popular elevador Da Bica, cuya imagen es uno de los símbolos más genuinamente lisboetas. Estamos a pocos metros de su plataforma final superior, en la confluencia con el Largo de Calhariz, donde unos operarios entran y salen por la trampilla que da acceso a la maquinaria del elevador, lo que me hace pensar que hay algún problema y que he elegido un mal día para mi postal. Por si acaso, tengo preparada la cámara con el 70-200. La idea es hacer la fotografía de los dos elevadores, el que sube y el que baja, en el momento en que ambos se juntan en el tramo en que la vía se bifurca, aproximadamente 80 metros  por debajo de donde nos encontramos. 

Hace calor, pero a la sombra se está bien. Miro por el visor de la cámara, y a 200 milímetros de focal, toda la calle por debajo de mi aparece comprimida en un mismo plano. Veo bicicletas que suben y bajan, gente que cruza y a veces se detiene a conversar, niños que juegan en las vías y un balón que cruza la calle, y por encima de todo eso, una interminable secuencia de balcones con gente asomada y ropa tendida, y cables que forman una maraña infinita. Aún más por encima, ya en la lejanía, el Tajo y su inseparable compañera la bruma. Varios kilómetros de ciudad en apenas la extensión de un simple fotograma; esa es la postal de hoy.

El elevador permanece parado y una turba de turistas se disputa el turno para fotografiarse junto a él; es propio del turista comportarse como tal. Al otro lado de la calle, una pareja se ha sentado a esperar. Tienen una cerveza en la mano y, al verles, de repente, he sentido una sed inmensa. Estoy tentado de ir a por la mía a la taberna próxima, pero veo mucha gente allí y tengo miedo de que en ese tiempo de espera el elevador se ponga en marcha arruinando nuestro plan, así que no sé qué hacer. Finalmente me decido y voy a por mi cerveza; ahora la espera, más larga de lo que pensaba, se hará un poco más llevadera. 

Un anciano jorobado sale del portal frente al que estamos sentados, y nos mira displicente cuando pasa a nuestro lado. Me da por pensar, mientras saboreo mi cerveza, en lo que de sorpresa y agresión tiene para esta gente que, por suerte o por desgracia, habita en una postal, la extraña afección que unos desconocidos parecen sentir por algo que para ellos no es más que un viejo medio de transporte, y que, a través de la curiosa liturgia del turista, adquiere un simbolismo que no son capaces de comprender. Me pregunto si no será el turista una especie de sacerdote o mago con capacidad de transubstanciar lo común convirtiendo lo cotidiano en extraordinario y lo vulgar en valioso. Pero mucho me temo que no es eso lo que el anciano jorobado ha visto en mi cuando ha pasado a mi lado, y ahora me doy cuenta de que, al margen de lo que yo piense o haga, no soy para él más que un turista más, uno de tantos que, de forma idiota, se sienta a su puerta a esperar el tranvía, bien para cogerlo o bien para hacer su particular postal. El codo de María Luisa me saca bruscamente de mis abstracciones y me devuelve a la realidad. Parece que ya echa a andar -me dice-, y de un salto me pongo en pie. 

Hago un pre-enfoque en la zona de la bifurcación y simplemente espero a que los dos tranvías, el que sube y el que baja, alcancen esa posición. Es lo que tenía planeado, pero aprovecho para hacer fotos de ambos antes y después de su confluencia, lo que me crea el dilema de tener que elegir el diafragma apropiado: si uno cerrado para tener toda la escena en foco, o uno totalmente abierto -los afortunados que disponemos de un 2.8 en todo el rango focal podemos permitírnoslo- para hacer un enfoque selectivo. Decido sobre la marcha intentar ambas cosas, y, para cuando me doy cuenta, todo ha terminado. El que baja se ha perdido definitivamente en el acentuado último tramo del descenso, y el que sube vuelve a estar en el lugar que ocupaba hace tan solo un instante su compañero. Nuevos turistas vuelven a disputarse el turno por hacerse la foto a su lado; otras parejas, con o sin cerveza, vuelven a sentarse en las escaleras; el anciano jorobado, al que de reojo he visto subirse al tranvía en marcha de un brinco, hablará con el conductor de lo tontos que somos los turistas, cualquiera que sea el motivo que nos impulsa. Reviso con ansia las fotos en la pantalla de la cámara y me tranquilizo. 

Ya solo queda pensar en la próxima postal.

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