miércoles, 22 de agosto de 2012

POSTALES DE LISBOA (I)

Lisboa está llena de rincones típicos, cuyas fotografías, convertidas en postal, pueden verse en todos los kioscos. Son esas imágenes que todos conocemos y que tienen la virtud de convertirse en embajadoras de su ciudad en el mundo. Dirán algunos puristas que el fotógrafo serio deberá evitar ese tipo de fotografías, pero lo cierto es que cuando uno logra abstraerse de lo que son -postales- y se centra en lo que muestran, descubre que detrás de algunas de ellas se esconden grandes fotografías, algunas de esas que a uno mismo le gustaría hacer. Como no soy purista, pero tampoco un turista al uso, hoy he decidido hacer mía una de las postales mas típicas de Lisboa.

Estoy sentado con María Luisa en las escaleras laterales de la Rua da Bica do Duarte Belo, la empinada calle por la que transita el popular elevador Da Bica, cuya imagen es uno de los símbolos más genuinamente lisboetas. Estamos a pocos metros de su plataforma final superior, en la confluencia con el Largo de Calhariz, donde unos operarios entran y salen por la trampilla que da acceso a la maquinaria del elevador, lo que me hace pensar que hay algún problema y que he elegido un mal día para mi postal. Por si acaso, tengo preparada la cámara con el 70-200. La idea es hacer la fotografía de los dos elevadores, el que sube y el que baja, en el momento en que ambos se juntan en el tramo en que la vía se bifurca, aproximadamente 80 metros  por debajo de donde nos encontramos. 

Hace calor, pero a la sombra se está bien. Miro por el visor de la cámara, y a 200 milímetros de focal, toda la calle por debajo de mi aparece comprimida en un mismo plano. Veo bicicletas que suben y bajan, gente que cruza y a veces se detiene a conversar, niños que juegan en las vías y un balón que cruza la calle, y por encima de todo eso, una interminable secuencia de balcones con gente asomada y ropa tendida, y cables que forman una maraña infinita. Aún más por encima, ya en la lejanía, el Tajo y su inseparable compañera la bruma. Varios kilómetros de ciudad en apenas la extensión de un simple fotograma; esa es la postal de hoy.

El elevador permanece parado y una turba de turistas se disputa el turno para fotografiarse junto a él; es propio del turista comportarse como tal. Al otro lado de la calle, una pareja se ha sentado a esperar. Tienen una cerveza en la mano y, al verles, de repente, he sentido una sed inmensa. Estoy tentado de ir a por la mía a la taberna próxima, pero veo mucha gente allí y tengo miedo de que en ese tiempo de espera el elevador se ponga en marcha arruinando nuestro plan, así que no sé qué hacer. Finalmente me decido y voy a por mi cerveza; ahora la espera, más larga de lo que pensaba, se hará un poco más llevadera. 

Un anciano jorobado sale del portal frente al que estamos sentados, y nos mira displicente cuando pasa a nuestro lado. Me da por pensar, mientras saboreo mi cerveza, en lo que de sorpresa y agresión tiene para esta gente que, por suerte o por desgracia, habita en una postal, la extraña afección que unos desconocidos parecen sentir por algo que para ellos no es más que un viejo medio de transporte, y que, a través de la curiosa liturgia del turista, adquiere un simbolismo que no son capaces de comprender. Me pregunto si no será el turista una especie de sacerdote o mago con capacidad de transubstanciar lo común convirtiendo lo cotidiano en extraordinario y lo vulgar en valioso. Pero mucho me temo que no es eso lo que el anciano jorobado ha visto en mi cuando ha pasado a mi lado, y ahora me doy cuenta de que, al margen de lo que yo piense o haga, no soy para él más que un turista más, uno de tantos que, de forma idiota, se sienta a su puerta a esperar el tranvía, bien para cogerlo o bien para hacer su particular postal. El codo de María Luisa me saca bruscamente de mis abstracciones y me devuelve a la realidad. Parece que ya echa a andar -me dice-, y de un salto me pongo en pie. 

Hago un pre-enfoque en la zona de la bifurcación y simplemente espero a que los dos tranvías, el que sube y el que baja, alcancen esa posición. Es lo que tenía planeado, pero aprovecho para hacer fotos de ambos antes y después de su confluencia, lo que me crea el dilema de tener que elegir el diafragma apropiado: si uno cerrado para tener toda la escena en foco, o uno totalmente abierto -los afortunados que disponemos de un 2.8 en todo el rango focal podemos permitírnoslo- para hacer un enfoque selectivo. Decido sobre la marcha intentar ambas cosas, y, para cuando me doy cuenta, todo ha terminado. El que baja se ha perdido definitivamente en el acentuado último tramo del descenso, y el que sube vuelve a estar en el lugar que ocupaba hace tan solo un instante su compañero. Nuevos turistas vuelven a disputarse el turno por hacerse la foto a su lado; otras parejas, con o sin cerveza, vuelven a sentarse en las escaleras; el anciano jorobado, al que de reojo he visto subirse al tranvía en marcha de un brinco, hablará con el conductor de lo tontos que somos los turistas, cualquiera que sea el motivo que nos impulsa. Reviso con ansia las fotos en la pantalla de la cámara y me tranquilizo. 

Ya solo queda pensar en la próxima postal.

3 comentarios:

  1. Lisboa es para mi, como una sonrisa.
    Como turista lo digo.

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  2. Detrás de un gran fotógrafo, siempre hubo una gran mujer con su codo y una cervecita.

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