jueves, 8 de noviembre de 2012

ESTRELLAS DE NEÓN


Hay una escena que de forma natural acude a mi mente cuando pienso en el recorrido intelectual del ser humano a lo largo de los tiempos. Es una escena de hace 30 o 35.000 años. 

Es de noche, en un lugar cualquiera del planeta. Hay un hombre vestido de pieles, sentado a la entrada de la cueva en que habita, contemplando absorto el inmenso espectáculo de un cielo profusamente estrellado. De vez en cuando, una estrella fugaz le hace sobrecogerse, pero enseguida vuelve a su ensimismamiento; las ha visto otras veces. Poco a poco se va sumando a la observación el resto del clan. Hablan entre ellos de lo que ven y de lo que creen ver, asocian referentes comunes a las múltiples formas que las estrellas dibujan en el firmamento y especulan con su significado; no saben que acaban de poner en marcha el proceso de socialización del arte, la filosofía y la ciencia.

En la observación del firmamento se excitan las emociones de las que surgen todas las disciplinas del conocimiento y todas las formas de mística. De la fascinación y del temor que su contemplación produce, y, consecuentemente, de las actitudes derivadas de ellas: la curiosidad, la incertidumbre o la veneración, surgieron los credos y la magia, pero también el espíritu escéptico que generó el estudio y la investigación. A las estrellas remiten su alma los creyentes y de su polvo dicen estar hechos los que sólo creen en ellas. Al cielo miran unos para rezar o maldecir, y otros, para soñar. Biológicamente, aún seguimos habitando en una cueva, pero ahora las luces de las ciudades rivalizan con la de las estrellas, al punto de impedirnos su contemplación. Cuando logramos evadirnos de nuestras cárceles de neón y elevamos la mirada a las alturas, nos damos cuenta de que hay mucho aún en nosotros de aquel primer observador sentado a la entrada de su cueva. Ahora es la consciencia la que gobierna nuestra contemplación, pero las emociones siguen siendo las mismas. 

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