jueves, 30 de agosto de 2012

POSTALES DE LISBOA (III)




Son múltiples las formas en que un monumento puede impactar al viajero que lo ve por vez primera. Tan múltiples y tan variadas como la tipología de los monumentos y las propias formas de observar. Pero, dejando a un lado tipologías y sensibilidades, podría decirse que, yendo a lo estrictamente emotivo, hay dos tipos de monumento en lo que concierne a su relación con el observador: el que, merced a sus virtudes estéticas o a su magnificencia, es capaz de enamorarle independientemente de su preparación y disposición, y el que para su disfrute requiere de él un conocimiento previo. Es el debate propio de la observación artística y de toda obra de arte en si: el que tiene lugar entre lo explícito y lo abstracto, entre lo accesible y lo críptico, el que, por una parte, trata de averiguar lo que de objetivo o intersubjetivo hay en una obra, y que da lugar a lo que podríamos definir como «arte empático», y por otra, la forma en que el conocimiento privado privatiza la propia obra, volviéndola algo exclusivo de cada uno.

En mi reciente estancia en Lisboa he tenido ocasión de admirar parajes, establecimientos y construcciones que responden fielmente a esos dos tipos mencionados. He disfrutado, por ejemplo, del goce estético compartido en los miradores de Santa Luzia y Sao Pedro de Alcántara, donde el concepto de «arte empático» al que antes aludía alcanza su máxima expresión. Allí, por medio de las risas de los demás, de sus exclamaciones..., quizá debido también a ese curioso nerviosismo que nos invade cuando nos sentimos partícipes de un sentimiento común, uno es capaz de advertir en los otros sensaciones gemelas de las propias, convirtiendo la observación en un ejercicio de disfrute colectivo. Pero es un disfrute que nada exige del conocimiento, ni viene condicionado por él. Es tan solo la reacción de nuestro cerebro «no educado» a determinados estímulos que disparan en él los automatismos que sancionan la belleza según criterios funcionales fuertemente anclados en el subconsciente, y que dan lugar a comportamientos unánimes frente a estímulos comunes. Recuerdo ahora la amable turista francesa que, muy cerca del mirador de Sao Pedro aquí citado, vino a mí emocionada para rogarme vivamente, incluso tirándome del brazo, que de ninguna manera dejara de entrar en la pastelería que acababa ella de descubrir cerca de allí, y cuya belleza la había dejado impresionada. Intuía ella que algo tan hermoso habría de despertar necesariamente en mí las mismas emociones que ella había experimentado, y no se equivocaba. Y es que los miradores de Santa Luzia y Sao Pedro, así como la Catedral do Pao -así se llama la bellísima pastelería- son magníficos ejemplos de intersubjetividad a la hora de apreciar la belleza.

Pero he tenido también ocasión de visitar otros monumentos en los que lo intersubjetivo no existe, o, lo que es lo mismo, está tan condicionado por criterios de orden interpretativo, que su disfrute, si es que procede, tiene lugar en el estricto ámbito de la intimidad. Son monumentos sobre los que el conocimiento derivado de la información va poco a poco construyendo el espacio emocional previo a la visita, convirtiendo ésta en feliz refrendo o en decepción, según las expectativas creadas, y en fascinante ejercicio de turismo forense, en cualquier caso. Pongo de ejemplo, y aquí abocan todos los preámbulos, la sobrecogedora iglesia de Sao Domingos en el Largo lisboeta del mismo nombre.

Solíamos acceder a la iglesia de Sao Domingos por la Rua das Portas de Santo Antao, lo que nos permitía visitar, de paso, centenarios establecimientos, como el de Eduardino y su «Ginjinha sem rival», o el adjunto «bar-tabacaria» Magina, que hoy parece abandonado, pero donde hubo buen ambiente en otro tiempo, a juzgar por fotos antiguas que he visto. La calle desemboca en el Largo que toma el nombre de la iglesia: un espacio abierto, a modo de plaza, consagrado hoy a la tolerancia. Puede verse en el centro un monumento con la estrella de David y, en uno de los extremos, un muro con banco adosado -ocupado habitualmente por gente de raza negra- en el que puede leerse el texto «Lisboa, ciudad de tolerancia» escrito en múltiples idiomas. Y es que fue en este lugar donde el 19 de Abril de 1506 comenzó y, en buena medida, transcurrió, el sangriento progromo popular que acabó con la vida de unos 5.000 judíos -y otros acusados de serlo-, tras el llamamiento hecho por un par de monjes benedictinos prometiendo indulgencia para 100 días por cada judío converso muerto. Es este el primer recuerdo «negro» asociado a esta iglesia que uno percibe flotar en el ambiente cuando se encuentra en sus inmediaciones, pero no el único, porque inmediatamente viene a la mente la imagen de reos encadenados saliendo de esta iglesia camino de la hoguera, ya que era aquí donde se celebraban los autos de fe de la Inquisición. Con semejantes antecedentes no es extraño que la visita adquiera un significado especial para los enamorados de los testimonios vivos del pasado.

Al igual que muchas de las iglesias de Lisboa, por fuera, la de Sao Domingos puede pasar inadvertida al visitante no informado de su valor. Nada de lo que exhibe exteriormente promete lo que su interior ofrece. Sin embargo, se respira en su entorno el ambiente de actividad propio de los lugares saturados de vida, esos en los que el viajero distraído, sin saber por qué, decide detenerse a descansar o a observar. La propia profusión de mendigos en la puerta de la iglesia, siempre rodeados de palomas que acuden por las migas que les echan, indica que nos encontramos ante un templo en activo e importante. Pero nada de esto nos predispone para el primer impacto que la iglesia causa cuando, por fin, uno accede a su interior. De entre el conjunto de sensaciones cruzadas que a uno le asaltan tras el primer impacto visual, quizá la primera sea de desconcierto; uno tiene la certeza inmediata de que nunca antes ha visto un templo así. Luego, o simultáneamente, es el intenso olor a cera quemada procedente de los cientos de velas que arden frente a las múltiples capillas, el que proporciona una intensa sensación de atmósfera densa que acompaña bien a la sobrecogedora visión del conjunto del templo: pilares, arcos y frisos destrozados al extremo de amenazar ruina, muros ennegrecidos por el fuego que muestran sus entrañas de mampuesto y ladrillo, imágenes mutiladas y chamuscadas con aspecto fantasmal... el propio piso de la iglesia, de losas agrietadas y descompuestas, crean un escenario que alguien acertadamente describió como una visión del infierno. En nuestra primera visita a la iglesia -la visitamos tres veces- a todo esto hubo de añadirse el fervor popular expresado durante el oficio en curso por medio de cantos grupales y fieles en actitud de oración con los brazos en cruz, que ayudó a completar un escenario hasta cierto punto surrealista. Dicen que la iglesia de Sao Domingos es la que más fervor despierta en los lisboetas, al punto de que existe una larga lista de espera para la celebración de oficios en ella. Un fervor acrecentado por el hecho de que en una vitrina junto a la entrada se exhiben como reliquias una porción de rosario y un pañuelo pertenecientes a los pastorcillos de Fátima que dijeron haber hablado con la virgen, aunque hay quien dice que ambos objetos -los auténticos- desaparecieron en el incendio de 1959 que más abajo cito. La iglesia ha sido, asimismo, escenario de bodas reales, coronaciones y exequias ilustres, lo que dice mucho de hasta qué punto su atormentada historia, en cuyo curso estuvo más de una vez a punto de desaparecer, la ha convertido en un símbolo de la esperanza en la supervivencia. Y es que esa patética visión que hoy el visitante tiene es el testimonio vivo de lo que el terremoto de 1755 dejó en pie de ella: apenas la zona del altar y los pilares; el resto, lo que hoy uno intuye como ajeno al caos, fue añadido posteriormente, como, por ejemplo, la curiosa cubierta rojiza de la nave, que tan extraño contrapunto hace con el resto. El convento adosado, así como la techumbre de la iglesia y la fachada de ésta que da a la plaza se vinieron abajo aquel primero de noviembre de 1755. Se desconoce el número de personas que perecieron en su interior, pero se sospecha que fueron muchas, ya que, tras el primer temblor, la gente buscó refugio en las iglesias confiando en la solidez de su construcción. Para completar la triste secuencia de efemérides de este templo, y tal como ya he indicado, decir que en 1959 un voraz incendio estuvo a punto de destruirla definitivamente, pero no lo consiguió, contribuyendo a alimentar aún más, si cabe, su leyenda de inmortalidad. En alguna parte he leído que ese olor tan característico que uno percibe al entrar, y que se achaca a las velas, es, en realidad, el de las cenizas de aquel incendio, que todavía permanecen adheridas a las paredes. No sé cuánto hay de cierto y cuánto de leyenda en lo que en torno a esta iglesia circula, pero si doy fe de que su visita no decepciona; no desde el punto de vista de un amante del testimonio histórico y humano como yo. Muy lejos de esta visión quedan otras que evocan tétricos desfiles de judíos asesinados, herejes quemados y fieles aplastados por la propia iglesia en la que oraban. Si muchas veces resultan inevitables estas aberraciones de la razón, cuánto más en el caso que nos ocupa.

Y acabo como he empezado; mi reflexión ahora enlaza con el inicio y trata de averiguar hasta qué punto la información previa recibida sobre un monumento, y la forma en que la dosificamos e interiorizamos, condiciona la impresión que su visita nos causa, hasta el extremo de, en ocasiones, disfrutar más de la información que de la propia mirada... y si, por tanto, no hay en esa mirada una especie de voluntad de ver en el objeto que miramos aquello que nuestra mente ha configurado previamente para él. No sé si hablo de romanticismo, pero si sé que la mirada que ha de recorrer un escenario como el que aquí tratamos ha de ser necesariamente una mirada personalizada, abstraída, íntima, a diferencia del jolgorio visual compartido, ya sea en grupo o in absentia, en los lugares comunes que cito al inicio de este escrito. En pocos sitios, como en la extraña iglesia de Sao Domingos, he tenido la sensación de ser un intruso en todos los sentidos, de vagar mentalmente en solitario, de no compartir nada, ni querer hacerlo, con quien a mi lado medita, reza o simplemente observa. Las fotografías que hice de la iglesia en mis tres visitas no valen nada. No buscaban ser fotografías, sino tan solo documentos que completaran o se ajustaran a mi información. Era mi «yo» abstraído quien apretaba el disparador.




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