viernes, 24 de agosto de 2012

POSTALES DE LISBOA (II)

Leo a Pessoa en el iPad mientras me tomo una cerveza en A Brasileira. Es la forma que he escogido para descansar tras un día ajetreado, pero no consigo concentrarme en la lectura. Justo enfrente de mi, junto al monumento a Chiado, hay un hombre de cierta edad, desnudo de cintura para arriba, que vocifera en portugués lo que parecen ser amenazas a los turistas que se hallan sentados en las terrazas de la plaza. Unos, la mayoría, miran para otro lado y le ignoran; otros se ríen de sus grotescos aspavientos cuando imita a un boxeador. Yo, no sé por qué intuyo que, más allá de las apariencias y las formas, no ha de haber excesivo desvarío en sus argumentos, que, debido a lo cerrado de su acento, no he sido capaz de entender. Y es que todo turista me parece un intruso.

El hombre decide irse con sus amenazas calle abajo, mientras amaga o lanza los puños como si se batiera con un púgil imaginario. Yo, retomo mi lectura, pero enseguida la abandono para reflexionar sobre lo leído. Dice Pessoa que nuestro modo de vida civilizado es un sueño inducido por el arte, y no le falta razón. Porque, de otra forma, ¿qué sería de nosotros si solo viéramos pino donde hay mesa, mármol donde hay Venus, e instinto donde hay amor? Denominamos las cosas en función de la forma que el arte les da, y con ello, tan solo con nombrarlas, las convertimos en cosas nuevas que trascienden de la materia de la que están hechas, permitiéndonos soñar con ellas. Somos civilizados en la medida que somos capaces de soñar las cosas, independientemente del nombre que les demos. Lisboa es el nombre que dimos a aquello que el arte hizo de esta ciudad. Por eso, lo verdaderamente importante es el sueño que dicho nombre evoca, no el nombre en si. 

Pienso en esto mientras observo a Pessoa, convertido en bronce, a escasos metros de mi mesa en la terraza de A Brasileira. Es la hora en que las sombras se alargan y todo adquiere el matiz dorado que tanto gusta al fotógrafo. Pero no quiero ahora hacer fotografías; prefiero entretenerme con el continuo ir y venir de turistas y lisboetas desfilando ante mi mesa. Los miro con la misma distracción y relajación con que ellos caminan, casi de manera inconsciente, por culpa, sin duda, de su cansancio y el mío. Me llegan de todas partes conversaciones cruzadas y risas de niños que me sacan de mi ensimismamiento, y entonces, por distraerme, vuelvo la mirada al numeroso grupo de turistas que espera su turno para sentarse junto al maestro Pessoa y hacerse la foto de rigor. Me pregunto qué pensaría él si levantara la cabeza y se viera convertido en mito broncíneo; él, que nunca fue nadie, que nunca pudo querer ser nadie. ¿Serán todas esas personas que se sientan a su lado y le ponen la mano sobre el hombro, algo más que manchas sin movimiento, cosas que pasan pero que no llegan a ocurrir?. Yo también me siento de bronce ahora, pero no por imitar al maestro, sino a causa de diez o doce horas ejerciendo de intruso en las calles de Lisboa.


Cojo la cámara de encima de la mesa y hago unas fotos; no por nada, sino por el simple capricho de dar trabajo a mi distracción.







No hay comentarios:

Publicar un comentario

Entrada destacada

DOMESTICACIÓN