domingo, 7 de abril de 2013

LA BELLEZA DE LO COMÚN


Me doy cuenta de que mis formas de admirar han cambiado con la edad. Mi concepto abstracto de la belleza y del talento sigue siendo más o menos el mismo de siempre, pero mi forma de apreciarlos se ha adaptado a mis necesidades, de manera que me muestro más receptivo en la medida que se me hacen próximos, y menos cuando por su exceso me resultan lejanos y ajenos. Hay en mí una especie de desafección por lo excesivo. La belleza complicada me aturde, y el talento que no se pone al servicio de lo sensible, por inmenso que sea, me deja frío, me incapacita emocionalmente para su aprecio. La desafección sustituye, pues, en mí a esa forma de desbordamiento emocional puntual, exclusivo y reservado que llaman «éxtasis estético», figura sensible que, privada de su reserva y de su excepcionalidad, se vuelve en mí algo cotidiano, doméstico, en estrecha relación con los artefactos estéticos comunes que me rodean. Me interesa y me emociona lo que de alguna manera me es afín, lo que se ajusta a mi tamaño y a mi forma, lo que puedo hacer mío sin necesidad de disputar, y sentir sin necesidad de pensar. Adoro las obras que no tienen mérito -porque tenerlo sería carecer de valor-, y, a diferencia de la admiración que surge de la propia incapacidad, la mía se vuelca en lo que queda a mi alcance, por serme inmediato, y, por ello, más querido. En fotografía admiro a quien hace lo que yo mismo podría hacer, o lo que me gustaría hacer, y no tanto a quien hace lo que no me interesa, por muy excelente que sea lo que haga. En música, la inmediatez y la renuncia a toda valoración del mérito acortan en mi espíritu el espacio que hay entre el universo de Brian Eno y el de Beethoven, haciendo que, siendo ambos universos estimables, el primero se me haga a veces más cercano, más íntimo, quizá por ajustarse mejor a la banda sonora de mis sueños. En pintura, me emociono mejor con el aparente descuido del impresionismo que con el meritorio orden hiperrealista, y en arquitectura, con las formas austeras del románico que con la pretenciosa complejidad del barroco. Prefiero el sentir «no filosófico» de Pessoa a cualquier otra filosofía; a Monet que a David, a Cale que a Clapton, el blanco y negro que el color. No creo en las jerarquías estéticas ni en la compartimentación de los espacios sensibles. Considero el arte como el espíritu común a todas las cosas: un espíritu que siempre se manifiesta a quien deliberadamente acude a ellas desnudo de apriorismos y de teorías preconcebidas. Admirar lo cercano, lo posible, es acceder a la belleza a través de lo inmediato, y tener, por tanto, un trato íntimo y cotidiano con ella.

Compruebo con decepción que el común de la gente, cuando admira, no lo hace en función de la naturaleza del objeto de su admiración, ni tan siquiera desde una justa o injusta valoración crítica de él, como sería lógico, sino que se limita a admirar aquello que queda fuera de sus propias potencialidades. La postura del hombre corriente frente a la belleza y al talento no es, pues, producto de una elevación del espíritu, sino el sencillo y jubiloso reconocimiento de su propia incapacidad. Ese comportamiento viene a confirmar mi impresión de que no es el valor intrínseco de las cosas lo que levanta admiración en la gente no educada en la crítica; ni tampoco la valoración subjetiva condicionada por su falta de educación, sino la sola estimación del mérito por simple comparación con las propias limitaciones. La admiración que un hombre corriente siente por un concertista de piano no guarda relación con la música en sí, sino con el aprecio de una destreza que él considera inalcanzable. Cuando ese mismo hombre corriente sea requerido a manifestarse sobre un óleo, una escultura, o un discurso poético, su valoración no incidirá en el color, ni en las formas, ni en los espacios, ni siquiera en el ritmo; su valoración no irá más allá del mero reconocimiento, por muy grande y sincero que sea, de la habilidad y destreza que esas manifestaciones artísticas requieren, y que él, a falta de otras consideraciones más profundas, llamará «mérito». Mérito o valor: esos son los conceptos que distinguen el discurso sobre la belleza del hombre vulgar de el del hombre elevado. El primero valorará siempre el trabajo y el tiempo - es todo lo que es capaz de valorar-, mientras que el segundo construirá un discurso que deliberadamente prescinda de ellos, por ser un obstáculo en la apreciación de la obra. Y es que el mérito siempre acude allí donde el valor falta a la cita. 

Es triste y desalentador asistir a la insensibilidad del hombre corriente frente a la belleza que le rodea, y ver cómo, imbuido de la idea de que el arte es cuestión de mérito, y que las cosas comunes, por comunes, carecen de él, utiliza en las cuestiones estéticas criterios derivados del mundo del trabajo, reservando su escaso crédito extático para asuntos que superan con mucho su escasamente educada sensibilidad. Es imposible que alguien pueda dejarse embelesar por la magia de una sinfonía o la coreografía del universo sin haberse enamorado antes del vuelo de una mariposa, del canto de un pájaro, o de un simple rayo de sol entrando por la ventana. En la admiración de la belleza, como en todo, ha de seguirse una lógica educativa.

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