sábado, 8 de septiembre de 2012

POSTALES DE LISBOA (V) ECOS DE CANDIDO


Se hace extraño pasear a cielo abierto por una nave gótica; tiene uno la sensación de encontrarse en un escenario de ciencia-ficción. La luz, que lo invade todo, incluso aquellos rincones que no fueron pensados para recibirla, altera de forma sustancial la naturaleza del edificio, y condiciona, sustancialmente también, las sensaciones que nos transmite. No soy el más indicado para hablar de estas cuestiones, pero sospecho que en un templo así no ha de serle fácil al creyente lograr el estado de recogimiento que favorece la oración. Me pregunto si los conceptos de recogimiento y de espiritualidad no guardan una estrecha relación con la luz, y si la religiosidad medieval no fue, de alguna manera, favorecida por su ausencia. ¿No fue acaso tachado siempre ese periodo de oscurantista?

Camino con María Luisa por la nave central de la Iglesia do Carmo en Chiado. Es este un lugar en el que la mirada tiende a las alturas, como si mereciera más atención aquello que falta en nuestra construcción lógica del templo que lo que permanece de ella. Lo cierto es que resulta extrañamente atractivo contemplar el cielo enmarcado por desnudos arcos ojivales que semejan las cuadernas de un barco vuelto del revés. Pero lo relevante aquí es que todo lo que vemos, y, sobre todo, lo que intuimos que falta, responde a la voluntad de los lisboetas de mantener vivo en la memoria el recuerdo de aquel primero de noviembre de 1755 que cambió bruscamente el rumbo de su historia. Por eso, la visita al Carmo es especial. Sus ruinas no están revestidas de ese halo romántico que el tiempo otorga a aquello que previamente ha destruido. Hay en ellas la misma belleza, o la misma ausencia de ella, que en otras, pero el conocimiento añade a su visión un trasfondo de sufrimiento que anula cualquier evocación romántica. ¿Por qué asumimos de forma tan natural la naturaleza destructora del tiempo, al extremo de enamorarnos de sus efectos en las cosas, y nos revelamos, en cambio, contra el poder destructor de la propia naturaleza? Hoy, el recuerdo de aquel desastre no es ya más que un eco lejano en la memoria colectiva. Lejos de evocar escenarios de desolación, las ruinas del Carmo son hoy para mucha gente un espacio amable para el paseo y la meditación. Pero, paseando por ellas, no he podido evitar recordar las palabras de Voltaire: «Filósofos engañados que gritan: "todo está bien", vengan y contemplen estas ruinas espantosas!»


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