martes, 20 de noviembre de 2012

OLIMPOS CERCANOS


Un mar de algodón se extiende hacia el sur bajo mis pies hasta donde la vista alcanza, y, por el norte, hasta donde el mar azul reivindica sus dominios, cerrándole bruscamente el paso. Allí, donde los dos se funden en el abrazo que los agota, se adivinan los pueblos costeros, a punto de ser rescatados de la bruma por los rayos del sol liberador. Ese mismo sol que me deslumbra cuando observo ensimismado las montañas, como islas griegas en un Egeo de luz cegadora: aisladas, inconexas, con sus bosques y sus prados, y sus vacas paciendo a la orilla del reluciente mar. Se hace fácil aquí evocar el Olimpo. Y es que pasear por encima de las nubes fue siempre una facultad propia de los dioses. Quizá por eso pagamos el precio del esfuerzo de alcanzar las alturas, por el pueril deseo de elevarnos por encima de nuestra humana condición y sentirnos dioses, aunque tan sólo sea por un momento. O quizá se trate de un reto: el de tentar la lógica poniendo a nuestros pies lo que ella dice que ha de estar por encima; un desafío que la intuición recibe con agrado y que el espíritu disfruta como se disfruta de todo lo que es inusual: como si fuera un regalo, o una invitación a soñar.

No hay en mi ascenso a las alturas ningún sueño de divinidad, pero todo lo que es civilización está ahora por debajo de mí, sumergido en un océano de luz opaca, inaccesible a los sentidos, excluido del pensamiento, y esa deliberada enajenación es ya en sí un rozar lo divino. Me pregunto si no es precisamente el mejor de los impulsos civilizadores el que nos lleva a huir, aunque sea temporalmente, de la propia civilización. Si ser civilizado es ser capaz de soñar con mundos alternativos, pero el sueño, a ojos de la propia civilización, se vuelve ensoñación, ¿qué otro recurso nos queda que elevarnos espiritual y físicamente por encima de ella, aunque tan sólo sea por el engañoso placer de verla sucumbir a la naturaleza?

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