lunes, 8 de octubre de 2012

EL ARTE DE OBSERVAR


Llamamos observación a ese proceso mágico en que la conciencia accede a la realidad que le rodea, y de cuya existencia no tendría conocimiento de otra manera. Aunque el término «observar» parece referirse exclusivamente a la experiencia visual -que es la que aquí tratamos-, la acepción más amplia del término incluye todas las percepciones sensoriales que nos permiten interactuar con la realidad exterior. Observamos de forma inconsciente mediante los mecanismos reflejos que nos ponen a salvo del peligro que entraña esa interacción, pero es la observación activa la que nos da acceso al conocimiento, y la que pone en marcha en nuestra mente la ardua y singular tarea de comprender y explicar el mundo. Efectivamente, la observación es el requisito sine qua non y el primer paso de todo curso cognitivo. 

El hábito de observar, la curiosidad, es la primera de las cualidades que encontramos en los ilustres personajes que hoy reconocemos como artífices del avance científico, artístico, social y tecnológico. En algunos de ellos, como por ejemplo, Newton y Da Vinci, la curiosidad alcanzó límites casi patológicos -si es que el exceso de curiosidad pudiera ser considerado así-, y les permitió acceder a niveles del conocimiento impensables para su tiempo. La curiosidad, o, por ser fiel al espíritu del escrito, el hábito de observar, es un hábito altamente adictivo para quien lo adquiere. Uno empieza observando las cosas más cotidianas, como las gotas de lluvia o el brillo de las estrellas, e irremediablemente termina preguntándose por el Big Bang. Y es que lo maravilloso de este hábito es que no se agota o sustancia en si mismo, sino que exige siempre una explicación de lo observado. Así, sin solución de continuidad, al placer de observar le sucede siempre el placer de conocer. Es el ciclo del saber. 

La curiosidad parece ser innata en ciertas personas, pero puede también incentivarse mediante una formación apropiada. En mi modesta opinión, todo sistema educativo debería fundamentarse en el estímulo constante del hábito de observar en los niños. Se trata de formar niños activos e imaginativos, capaces de ver fuentes de placer y entretenimiento en las cosas sencillas que les rodean, sin detrimento de esas otras más sofisticadas que la tecnología brinde en cada momento, y que forman parte de su proceso de inserción en el mundo que les toca vivir. Recuerdo ahora una entrevista a Amelia Valcárcel, en la que la conocida filósofa relataba su primera experiencia consciente relacionada con su curiosidad. Se refería a un remoto recuerdo de su niñez en el que se veía a si misma obnubilada por la contemplación de la luna en pleno día. Creía ella que aquella  primera e incipiente reflexión infantil, producto del desconcierto que le causó ver a la luz del día algo que ella asociaba a la noche, fue un signo premonitorio de lo que iba a ser una vida dedicada a interrogarse sobre ese tipo de cosas. Siempre hemos conocido niños que dan muestra de un afán insaciable de conocer. Son aquellos que se entretienen en despiezar juguetes, movidos por el  interés de averiguar lo que guardan en su interior. Erróneamente se hace derivar a veces ese comportamiento indagador de un impulso destructivo, y, en ese sentido, me pregunto cuántas ranas destripadas no habrán sido otra cosa que simples víctimas inocentes de una curiosidad extrema, y no de un impulso cruel, antes de que nuestras «civilizadas» formas se hicieran incompatibles con ese tipo de curiosidades malsanas. Pero, ¿no es todo acto de conocer un destripar la realidad? ¿No hay algo de «malsano» en cualquier tipo de curiosidad? Observar es invadir, como bien pone de manifiesto la física cuántica. Toda observación es un acto de intrusión en el sujeto observado, que ya no vuelve a ser el mismo tras la observación. Y aunque este aspecto del asunto pertenezca más bien a otro capítulo, no está de más recordar la forma en que la interacción entre sujeto y objeto modifica la naturaleza de ambos, aunque dependiendo de la escala de la materia en que operemos, esa modificación sea más o menos perceptible. Quien observa se enriquece a costa de lo observado, y éste se enriquece a su vez con la visibilidad que el observador le otorga.

En lo que a mi concierne, me doy cuenta de que mi afición por la fotografía, que precisamente nació de mi fascinación por la luz, ha naturalizado mi hábito de observar, hasta el punto de convertirlo en un acto rutinario casi inconsciente. Me descubro a menudo empeñado en hallar las posibilidades estéticas de un determinado objeto iluminado de una forma u otra, o imaginando cómo lucirá a distintas horas del día, y eso hace que a veces aparezca ante los demás como distraído o ausente, cosa que mi mujer me recrimina a menudo. Pero he descubierto que esa naturalización ha tenido un efecto positivo en mi forma de mirar, y ahora soy capaz de ver cosas que antes no veía. Me he dado cuenta de que la práctica fotográfica tan extendida que consiste en la búsqueda sistemática de la fotografía ideal es una tarea estresante, y, la mayoría de las veces, frustrante. Salvo contadas excepciones, no hay fotografías que estén aguardando a ser «cazadas» por un ojo escrutador. Ese concepto cinegético de la fotografía solo tiene sentido en un contexto meramente documental, y aquí hablamos de algo muy distinto: hablamos de extraer la belleza de las cosas que nos rodean. Por eso, es mucho más eficaz educar la mirada en la interpretación creativa de la luz, porque es precisamente la interpretación la que hace posible el milagro de que algo aparentemente sin interés logre cautivar nuestro espíritu. Todo es susceptible de ser bello mediante una visión o una interpretación adecuadas. No es la gran fotografía lo que se oculta a nuestros ojos; es la belleza inherente a todas las cosas la que es necesario descubrir mediante el hábito educado de observar e interpretar. 



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