martes, 18 de septiembre de 2012

POSTALES DE LISBOA (VIII)


Me gustan las ciudades que se dejan contemplar desde la altura. Pero no la altura que siempre proporcionaron las iglesias o los edificios nobles; esa es una altura privada, jerárquica, dominante. Me gustan las alturas que la propia ciudad ha ido ocupando con el paso del tiempo, y que hallamos al final de empinadas calles que exigen esfuerzo para ser andadas. 

Me gustan los barrios que habitualmente pueblan las alturas de las ciudades; densos, apretados, llenos de vida, y que, merced a un curioso contrasentido histórico, se tornan humildes en la medida que ascienden, a diferencia de las acrópolis del pasado, de las que heredaron su espíritu las torres de las iglesias: privadas, jerárquicas, dominantes.

Me gusta pasear a la sombra de los muros del viejo Castelo de Sao Jorge, la auténtica «acrópolis» de Lisboa, desde el que la ciudad se desparrama caótica en todas direcciones. En ningún otro lugar puede hablarse de Lisboa con más propiedad que aquí, donde por primera vez fue nombrada, y, con ello, dada a la vida. Desde su vieja atalaya Lisboa observa, y, al mismo tiempo, es observada; desde ella se expande, y, al mismo tiempo, se resume; en ella comienza, y, al mismo tiempo, en ella tiene su fin.

Me gustan las ciudades con cuestas. Quizá porque nací en una de ellas.


sábado, 8 de septiembre de 2012

POSTALES DE LISBOA (V) ECOS DE CANDIDO


Se hace extraño pasear a cielo abierto por una nave gótica; tiene uno la sensación de encontrarse en un escenario de ciencia-ficción. La luz, que lo invade todo, incluso aquellos rincones que no fueron pensados para recibirla, altera de forma sustancial la naturaleza del edificio, y condiciona, sustancialmente también, las sensaciones que nos transmite. No soy el más indicado para hablar de estas cuestiones, pero sospecho que en un templo así no ha de serle fácil al creyente lograr el estado de recogimiento que favorece la oración. Me pregunto si los conceptos de recogimiento y de espiritualidad no guardan una estrecha relación con la luz, y si la religiosidad medieval no fue, de alguna manera, favorecida por su ausencia. ¿No fue acaso tachado siempre ese periodo de oscurantista?

Camino con María Luisa por la nave central de la Iglesia do Carmo en Chiado. Es este un lugar en el que la mirada tiende a las alturas, como si mereciera más atención aquello que falta en nuestra construcción lógica del templo que lo que permanece de ella. Lo cierto es que resulta extrañamente atractivo contemplar el cielo enmarcado por desnudos arcos ojivales que semejan las cuadernas de un barco vuelto del revés. Pero lo relevante aquí es que todo lo que vemos, y, sobre todo, lo que intuimos que falta, responde a la voluntad de los lisboetas de mantener vivo en la memoria el recuerdo de aquel primero de noviembre de 1755 que cambió bruscamente el rumbo de su historia. Por eso, la visita al Carmo es especial. Sus ruinas no están revestidas de ese halo romántico que el tiempo otorga a aquello que previamente ha destruido. Hay en ellas la misma belleza, o la misma ausencia de ella, que en otras, pero el conocimiento añade a su visión un trasfondo de sufrimiento que anula cualquier evocación romántica. ¿Por qué asumimos de forma tan natural la naturaleza destructora del tiempo, al extremo de enamorarnos de sus efectos en las cosas, y nos revelamos, en cambio, contra el poder destructor de la propia naturaleza? Hoy, el recuerdo de aquel desastre no es ya más que un eco lejano en la memoria colectiva. Lejos de evocar escenarios de desolación, las ruinas del Carmo son hoy para mucha gente un espacio amable para el paseo y la meditación. Pero, paseando por ellas, no he podido evitar recordar las palabras de Voltaire: «Filósofos engañados que gritan: "todo está bien", vengan y contemplen estas ruinas espantosas!»


lunes, 3 de septiembre de 2012

POSTALES DE LISBOA (IV) CITA CON PESSOA



Digo a todo el que me pregunta por mi estancia en Lisboa que, además de María Luisa, estuve allí en todo momento acompañado de Fernando Pessoa. Y lo hago con cierta reserva, pues sé que eso puede sorprender o incomodar. A unos, por su desconocimiento del personaje, y a otros, porque quizá vean en mis palabras una pose intelectual fingida. De cualquier forma, no soy en esto tampoco original. Leo sobre personas que viajaron a Londres con Dickens, a Dublín con Joyce, a Praga con Kafka, a Buenos Aires con Borges, o a San Petersburgo con Dostojevski, y no veo en ello una pose afectada, sino más bien un gesto de infinita humildad. ¿Qué mejor para un sencillo viajero que ir de la mano de guías iniciados en los «misterios» que dan acceso al alma de las ciudades? En mi opinión, el buen guía no sólo es aquel que nos muestra lo que sin su ayuda nos pasaría inadvertido, o el que pone etiqueta con nombre y fecha a lo que de otra forma no sabríamos interpretar, sino el que es capaz de implicarnos emocionalmente en los lugares que visitamos revelando la magia que esconden. Cada lugar es único, y lo es, no solo por su originalidad, sino por haber servido de escenario a la vida, que nunca se repite. Es ese vínculo con la vida, con las vidas, el que convierte cada lugar que visitamos en una invitación a revivir lo ya vivido por otros, y a soñar con ello. Hay que ser muy buen guía para eso, y yo, simplemente, escogí al mejor.

Voy a buscar a Pessoa al lugar en que estoy seguro de encontrarle: allí donde siempre tiene una mesa reservada a su nombre. Soy consciente de que con ello corro el riesgo de verme envuelto en una de esas desagradables liturgias en las que el turismo pervierte los lugares más nobles y las vivencias más sinceras, pero, afortunadamente, esta vez no es así. Entro en el café Martinho Da Arcada como quien acude a una cita previamente pactada a un lugar desconocido: buscando con afán, pero sin saber dónde buscar ni a qué mirar. Un amable camarero, cuya experiencia enseguida le hace ver mi problema, me conduce ante una puerta, la abre, y, con un gentil gesto, me invita a entrar. «É lá, onde está a senhora», me dice, señalando con el dedo a la única persona que hay en el amplio salón comedor con mesas con mantel, vajilla y cubiertos, pero aún sin atender y en penumbra. 

Ahí está su mesa de mármol gris, con su café, con su copa, con su recipiente para el azúcar y sus libros. Y esa mujer de pie, inmóvil frente a ella, como formando parte del escenario, con la mirada fija en las fotografías en blanco y negro de la pared y en actitud de concentración o de reverencia. Pienso ahora, mientras escribo esto, en la curiosa similitud entre esa mujer y aquella otra que habría de conocer apenas un par de días después frente al monumento al doctor Sousa Martins, con un cirio y un rosario en la mano, balbuciendo plegarias con los ojos cerrados, y que cuando le pregunté por la identidad del destinatario de sus ruegos, me respondió: «e um santo». Pienso si no habría sido esa misma la respuesta que sobre Pessoa habría dado la mujer que medita frente a su mesa, pero, en cualquier caso, esa duda me hace reflexionar sobre mi propia presencia allí. Parece lógico pensar que fueron razones análogas las que hicieron que ambos coincidiéramos en un lugar tan peculiar, pero sabemos que dos personas pueden compartir lugares e inquietudes, y habitar, sin embargo, en universos diferentes. 

Intento hacer una fotografía del comedor que incluya el rincón donde está la mesa de Pessoa, pero, sea cual sea el encuadre, incluye siempre a la mujer frente a la mesa, por lo que, tras la espera que exige la prudencia, decido pedirle de forma educada que se retire, cosa que hace a regañadientes y con manifiesta intención de afear mi comportamiento, y es entonces cuando me doy cuenta de que estoy en un santuario.

De vuelta a la mesa en la terraza de la Plaza do Comercio, donde María Luisa me está esperando, pienso en conceptos tan diferentes, pero tan relacionados, como la fe, la mitomanía y el fetichismo, mientras tomo los apuntes que dan lugar a este escrito. «¿Lo has visto?», me pregunta María Luisa con cierta ironía. «Si, allí estaba», le respondo.

Entrada destacada

DOMESTICACIÓN