lunes, 3 de septiembre de 2012

POSTALES DE LISBOA (IV) CITA CON PESSOA



Digo a todo el que me pregunta por mi estancia en Lisboa que, además de María Luisa, estuve allí en todo momento acompañado de Fernando Pessoa. Y lo hago con cierta reserva, pues sé que eso puede sorprender o incomodar. A unos, por su desconocimiento del personaje, y a otros, porque quizá vean en mis palabras una pose intelectual fingida. De cualquier forma, no soy en esto tampoco original. Leo sobre personas que viajaron a Londres con Dickens, a Dublín con Joyce, a Praga con Kafka, a Buenos Aires con Borges, o a San Petersburgo con Dostojevski, y no veo en ello una pose afectada, sino más bien un gesto de infinita humildad. ¿Qué mejor para un sencillo viajero que ir de la mano de guías iniciados en los «misterios» que dan acceso al alma de las ciudades? En mi opinión, el buen guía no sólo es aquel que nos muestra lo que sin su ayuda nos pasaría inadvertido, o el que pone etiqueta con nombre y fecha a lo que de otra forma no sabríamos interpretar, sino el que es capaz de implicarnos emocionalmente en los lugares que visitamos revelando la magia que esconden. Cada lugar es único, y lo es, no solo por su originalidad, sino por haber servido de escenario a la vida, que nunca se repite. Es ese vínculo con la vida, con las vidas, el que convierte cada lugar que visitamos en una invitación a revivir lo ya vivido por otros, y a soñar con ello. Hay que ser muy buen guía para eso, y yo, simplemente, escogí al mejor.

Voy a buscar a Pessoa al lugar en que estoy seguro de encontrarle: allí donde siempre tiene una mesa reservada a su nombre. Soy consciente de que con ello corro el riesgo de verme envuelto en una de esas desagradables liturgias en las que el turismo pervierte los lugares más nobles y las vivencias más sinceras, pero, afortunadamente, esta vez no es así. Entro en el café Martinho Da Arcada como quien acude a una cita previamente pactada a un lugar desconocido: buscando con afán, pero sin saber dónde buscar ni a qué mirar. Un amable camarero, cuya experiencia enseguida le hace ver mi problema, me conduce ante una puerta, la abre, y, con un gentil gesto, me invita a entrar. «É lá, onde está a senhora», me dice, señalando con el dedo a la única persona que hay en el amplio salón comedor con mesas con mantel, vajilla y cubiertos, pero aún sin atender y en penumbra. 

Ahí está su mesa de mármol gris, con su café, con su copa, con su recipiente para el azúcar y sus libros. Y esa mujer de pie, inmóvil frente a ella, como formando parte del escenario, con la mirada fija en las fotografías en blanco y negro de la pared y en actitud de concentración o de reverencia. Pienso ahora, mientras escribo esto, en la curiosa similitud entre esa mujer y aquella otra que habría de conocer apenas un par de días después frente al monumento al doctor Sousa Martins, con un cirio y un rosario en la mano, balbuciendo plegarias con los ojos cerrados, y que cuando le pregunté por la identidad del destinatario de sus ruegos, me respondió: «e um santo». Pienso si no habría sido esa misma la respuesta que sobre Pessoa habría dado la mujer que medita frente a su mesa, pero, en cualquier caso, esa duda me hace reflexionar sobre mi propia presencia allí. Parece lógico pensar que fueron razones análogas las que hicieron que ambos coincidiéramos en un lugar tan peculiar, pero sabemos que dos personas pueden compartir lugares e inquietudes, y habitar, sin embargo, en universos diferentes. 

Intento hacer una fotografía del comedor que incluya el rincón donde está la mesa de Pessoa, pero, sea cual sea el encuadre, incluye siempre a la mujer frente a la mesa, por lo que, tras la espera que exige la prudencia, decido pedirle de forma educada que se retire, cosa que hace a regañadientes y con manifiesta intención de afear mi comportamiento, y es entonces cuando me doy cuenta de que estoy en un santuario.

De vuelta a la mesa en la terraza de la Plaza do Comercio, donde María Luisa me está esperando, pienso en conceptos tan diferentes, pero tan relacionados, como la fe, la mitomanía y el fetichismo, mientras tomo los apuntes que dan lugar a este escrito. «¿Lo has visto?», me pregunta María Luisa con cierta ironía. «Si, allí estaba», le respondo.

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