viernes, 26 de septiembre de 2014

ESCUCHAR EL SILENCIO

Si me concentro en lo que veo y cierro los ojos, llega a mí nítido el jadeante silbar de la flauta de pan y el fino y vibrante trino del albogue, en manos de estrafalarios músicos con patas de palo y largas barbas bifurcadas. Incluso creo oír a veces, por encima de lo demás, el profundo bufido del cuerno, que un manco sostiene con su única mano, y por debajo, un continuo batir de palmas y tejoletas y un jolgorio compuesto de canto y risa. Y acompañándolo todo, el ritmo pautado y constante de las manos golpeando contra la mesa. La mesa pétrea de un banquete que dura mil años.

Si abro los ojos cesa la música, pero comienza entonces otro tipo de sinfonía: la pitagórica, la cabalística, que trata de engañarme con la idea de que cualquier cosa abstracta es reducible a un mero asiento contable. Y acude a mi mente entonces la música de las esferas. Con ella me retiro buscando la sombra, sintiendo sobre mí las miradas del impúdico onanista y la obscena exhibicionista, en su papel de eternos figurantes de un circo bufo. Me acompañan también en mi camino el fraile y el goliardo, el bardo y el juglar, el borracho y el contorsionista, y un extenso bestiario de naturaleza tan grotesca como incierta.


Desde mi cómodo asiento de hojas secas a la sombra de los árboles a los que un día pertenecieron, disfruto de esta mañana de otoño temprano plagada de aromas frescos de hierbas y atravesada de brisa. Estoy solo, y la soledad que siento es absoluta, como la paz que reina en este abandonado paraje: absoluta, infinita, pero llena de acontecimientos, como es siempre la paz de la vida, en contraposición a la paz de los cementerios. Distraen mi soledad el paso fugaz de las golondrinas y el murmullo de las hojas de los árboles cuando la brisa las empuja a hablar. Sin duda, fue en lugares como este, en ámbitos de paz así, en soledades como esta, donde se oyó por primera vez hablar a los árboles parlantes de todas las mitologías. La Naturaleza se deja oír cuando cesa el runrún informe de la civilización, especialmente, el eco de él que va con nosotros a todas partes. ¡Qué error el de quien considera el silencio como requisito indispensable para la paz y manda callar a la Naturaleza y a la propia imaginación para poder oírse a sí mismo! Nada acompaña mejor la soledad, ni estimula mejor la sensación de paz que la música que encierran las cosas mudas que nos rodean.

jueves, 11 de septiembre de 2014

SIMONE Y COCO


Una fotografía de agosto de 1944. El combate por la liberación de Francia aún no ha terminado, pero los «francs-tireurs et partisans» (FTP) se han cobrado ya muchas piezas en su partida de caza de colaboracionistas. Simone Touseau es una de ellas. La acusan del delito de «colaboración horizontal» y está asustada; lleva en la cara el rictus fatal del miedo. Protege contra su pecho el fruto del «pecado», su hijita de apenas unos meses, mientras camina por la rue Beauvais de Chartres, donde vive, muy cerca de la catedral de las catedrales. La acompaña en su camino una turba compuesta mayoritariamente por mujeres. Lleva la cabeza rapada, y en la frente, una cruz gamada grabada a fuego. No destila ningún glamour. Apenas unos pasos por delante de ella, abriendo el «carnaval moche», va su padre con las cosas de su hija en un improvisado hatillo, y justo detrás de él, su esposa, la señora Germaine Touseau, con la cabeza también rapada, como su hija, pero con la frente sin marcar. Hay en la escena, si uno se olvida del relato que le da sentido, un cierto aire festivo pueblerino como el que se respiraba en las procesiones marianas de antaño, en las que todo el mundo pugnaba por acercarse a la imagen de la virgen, y los niños, libres de colegio, se sumaban al cortejo con sus gritos y sus risas. Y me doy cuenta de lo difícil que se hace distinguir, extraída de su contexto, la sana alegría festiva del malsano jolgorio del odio recién satisfecho. Y es que los signos externos humanos de alegría no informan de sus causas. 
Cambio ahora de fotografía, y como cuando se cambia de vino, para no mezclar los sabores, enjuago mi mente durante unos instantes, para que ni uno solo de los sentimientos amargos de la fotografía anterior contamine el dulce glamour de la que ahora contemplo. La diva Coco Chanel posa para las cámaras con la elegancia y distinción que son consustanciales a los divos. Es modista, la más prestigiosa del mundo, creadora de tendencias y directrices estéticas, diseñadora de joyas y complementos exquisitos, e inspiradora de perfumes que arrebatan el sentido. Aparece natural, divertida, feliz, como si realmente lo fuera, o como si no hubiera hecho otra cosa en su vida que posar. Destila glamour por cada poro de su piel. A diferencia de la fotografía de Capa, que reflejaba magistralmente el espíritu de los acontecimientos que cambian para siempre la vida de las personas, ésta, en cambio, es una fotografía más de Coco, la misma fotografía que Coco seguirá haciéndose el resto de su vida: fotografías sin espíritu, sin acontecimiento, simples poses. Pienso en lo diferentes que son las dos fotografías, pero sobre todo en el profundo abismo dramático que las separa. Tan profundo, pienso, como la injusticia de la que dan testimonio.

Las dejo a un lado e Imagino a Coco, tras la sesión fotográfica, dirigiéndose a su residencia del hotel Ritz, donde comparte una lujosa suite con su amante el barón Hans Gunther von Dincklage, un alto oficial de la ABWEHR (la Inteligencia Militar nazi). O, tal vez, a reunirse con su buen amigo y confidente, el general de las SS y jefe de información y contraespionaje alemán Walter Schellenberg, con quien comparte labores de espionaje, y con quien también colabora «horizontalmente». Luego pienso en Simone. Cuando en 1966, arruinada su vida y echada a la bebida, muere en el más absoluto olvido a la edad de 44 años, Coco continúa aún residiendo en su lujosa suite del hotel Ritz, aclamada y venerada por todos como la diva que es. Me pregunto si Catherine, el fruto del amor de Simone con Erich Göz, un simple soldado alemán, que con 70 años de edad sigue viviendo en Chartres con nombre e identidad falsos, habrá utilizado alguna vez, como tantas mujeres francesas, algún producto de la extensa gama CHANEL: algún vestido, un sombrero quizá... ¿Habrá perfumado su cuerpo alguna vez con el exquisito Chanel n.º 5?
Mirando otra vez la genial fotografía de Robert Capa, pero ahora desde un punto de vista que excluye la lectura histórica y el juicio ético, se me ha ocurrido ver en ella, tanto por su composición como por su lenguaje narrativo, una adaptación a la fotografía de una «Madonna con niño» botticelliana. ¡Qué mejor marco que Chartres para ello! Me voy de la fotografía con esa idea en la cabeza.

Dos mujeres francesas cuyas historias comparadas revelan lo cruel que la Historia es con los débiles.



sábado, 7 de junio de 2014

LA RISA DE AUSCHWITZ

Un grupo de mujeres y niños judíos cárpato-rutenos de etnia húngara posa con estremecedora impersonalidad —la personalidad les ha sido arrebatada por ley— delante del tren que les ha traído a Auschwitz desde el gueto de Bereshov. La presencia de la cámara del fotógrafo de las SS, Ernst Hoffmann, y su extraña liturgia les distraen por un momento de los gritos de los auxiliares del campo y de los ladridos de los perros que las chicas de la SS Helferinnen, las que gustan bailar alegres al ritmo del acordeón, azuzan contra ellos. El temor en todas sus variables está presente en esta escena: el temor inconsciente del niño que no acierta a comprender lo que ocurre, pero sabe que ocurre; el que paraliza al adulto que conoce su destino y, ya sin fuerzas y «despersonalizado», se abandona con resignación a él; el temor siempre esperanzado del ingenuo, y el del anciano por la prolongación en el tiempo de una vida que ya no desea. Y todos los temores confluyen en uno que los paraliza a todos por igual. Pero no sé si todo esto que digo lo veo en realidad, o tan sólo lo imagino, pues el conocimiento de su triste destino pone en sus ojos una llamada de socorro que no está en ellos cuando se mira, pero que no se extingue al dejar de mirar y que resuena con fuerza en los fundamentos mismos de mi idea de civilización. Una llamada desatendida que apela eternamente a cada uno de nosotros desde el fondo de la imagen. Y es que hay fotografías que tienen fondos que hablan.

Un grupo de chicas de las SS Helferinnen disfruta de su tiempo de ocio en compañía de Karl Höcker y de otros oficiales nazis en el puente de acceso al Solahütte, la finca de recreo y descanso construida a tal fin para los funcionarios de Auschwitz-Birkenau. Allí, lejos del cansino rumor de lamentos que acompaña su jornada de trabajo, y a salvo de la desagradable lluvia de ceniza —la real y la simbólica— que poco a poco cubre sus uniformes y sus corazones, fluye con naturalidad la humanidad que atesoran, y con ella aparecen la música, la danza, el juego y la risa. 

Lamento, temor, dolor, crueldad, empatía, música, danza, juego, risa... son cosas que difícilmente pueden formar parte de una misma fotografía, pero que comparten espacio con naturalidad en cada uno de nosotros. Dos fotografías simultáneas en el tiempo y complementarias en lo histórico revelan, al contemplarse unidas por el vínculo que las explica, la natural monstruosidad de la condición humana, no por monstruosa menos natural, ni por natural menos monstruosa.



miércoles, 29 de enero de 2014

POR QUÉ FOTOGRAFIAR

En la búsqueda del conocimiento es determinante saber interrogar y saber interrogarse, ya que la naturaleza de la pregunta que formulamos condiciona la respuesta que habremos de obtener y, con ello, el propio valor del conocimiento obtenido. En ese sentido, conviene tener en cuenta que existen dos tipos de conocimiento: el ontológico y el epistemológico, y que cada uno de ellos dispone de sus propias claves de acceso, que son las preguntas que hemos de hacer en cada caso: mientras al ontológico le corresponde el «por qué» o el «para qué», al epistemológico le corresponde siempre el «cómo», y en esa simple distinción al preguntar se delimitan los ámbitos en los que hallaremos respuesta: el ámbito metafísico en el primer caso, y el metodológico en el segundo. Tengamos en cuenta que la insatisfacción del conocimiento que habitualmente achacamos a una respuesta errónea, tiene a menudo su causa en una pregunta incorrecta.

La idea de un «porqué» de las cosas procede del acto previo de dotarlas de un sentido y de una finalidad —que es lo que se busca a través de la pregunta— y sólo tiene cabida en el espacio del pensamiento donde las preguntas no tienen respuestas categóricas y sólo aspiran a inducir nuevas preguntas. Cuando el «por qué» apela a o invade la epistemología lo hace desde el vicio del pensamiento que no distingue entre Filosofía y Ciencia, y está, por tanto, condenado al fracaso y a la decepción. A pesar de ello, es inevitable que la tendencia natural del que busca una explicación sea preguntarse por el por qué de aquello que desconoce o no entiende, pues, de forma extraña, la teleología supone para mucha gente un reto a la intuición menor que la causalidad. Además, la respuesta a un «cómo» lleva implícito siempre un complicado discurso metodológico que no todo el mundo entiende o está dispuesto a aceptar.

Sin embargo, en lo que respecta a la fotografía esta tendencia se invierte y es el «cómo» lo que interesa al común de la gente, en detrimento del «por qué». De forma sorprendente, en fotografía todo el mundo está dispuesto a asistir a largas y farragosas disertaciones metodológicas que se ven como discursos de «desocultación» en los que hallar atajos técnicos y vías «milagrosas» a lugares inalcanzables. Pero, ¿acaso no fue siempre el método artístico algo inalcanzable para una mayoría?. ¿Desde qué extraña petulancia nos permitiríamos preguntarnos «cómo» Miguel Ángel labró la piedra de la que extrajo su David, sin habernos preguntado antes por el espíritu que guió su mano?. En la contemplación del Arte la magia ha de estar siempre por delante del método, pues, de modo contrario, una escultura se convierte en piedra, una pintura en óleo, y una película en su «making off». La razón por la que la fotografía ha dejado de inspirar magia está en su democratización: el hecho de que todo el mundo se vea como un potencial fotógrafo —que no artista— hace que se interese exclusivamente por los aspectos «profesionales» de la fotografía, y deje de lado otros que considera de orden menor. En lo que tiene que ver con mi propia experiencia, he de decir que todos los correos privados que en estos últimos años he recibido de gente interesada en mi trabajo, todos sin excepción coinciden en solicitar de mí una guía métodológica —lo que en términos fotográficos se llama «tutorial»— de alguna de mis fotografías, siendo habituales en ellos las preguntas del tipo: «¿cómo iluminó usted...?, ¿cómo editó tal o cual fotografía?, ¿podría indicarme qué método utiliza para...?, ¿cómo logra usted tal o cual efecto?, ¿le importaría indicarme algunos trucos para mejorar mis fotografías?. Jamás nadie se mostró interesado en preguntarme por qué hice una determinada fotografía ni qué propósito esconde; a nadie le importó qué tipo de espíritu inspiró aquella, ni mucho menos, de qué reflexión partió esta otra. Y esa ausencia de inquietudes «esenciales» en fotografía pone de manifiesto la escasa consideración de que goza entre las disciplinas artísticas, si es que, como creo, aún sigue figurando entre ellas. Porque si aún lo es y, por tanto, apela a la subjetividad, necesita entonces ser pensada de una manera que trascienda del material y de la técnica, y se adentre en los dominios de la abstracción, de igual forma que se hace, por ejemplo, en los casos de la pintura, la escultura, la música y el cine. Pero, desgraciadamente, una mayoría ve en la fotografía una disciplina menor a la que cualquiera tiene acceso mediante la técnica y el conocimiento, carente, pues, de aspectos que merezcan un pensar «filosófico» y carente, por tanto también, de un sentido y de una finalidad.

En fotografía, a diferencia de otros ámbitos, sobran «cómos» y faltan «por qués». De hecho, nunca debería apretarse el disparador sin haberse preguntado antes por qué hacerlo.





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