martes, 25 de junio de 2013

CATARSIS


El panorama que observo ahora es desolador, como desoladora es siempre la contemplación de la destrucción, con el sonido inconfundible de quebranto y derrumbe que siempre la acompaña, y que es invariable sea cual sea la naturaleza de la estructura que se destruye. Hay una cadencia extrañamente ordenada en los sonidos de la destrucción que se contrapone al caos de la descomposición y la ruina que los producen, y que, sin embargo, asociamos a ellas de forma natural. He pensado en ello cuando un jubilado invidente se ha sentado a mi lado y ha intentado tímidamente entablar conversación conmigo. Cabecea y acompaña con lamentos el ritmo pautado de la demolición, pues no necesita ver para saber de ella. Me pregunto si alguna vez pudo ver lo que ahora oye destruirse, y en caso contrario, de qué desconocido, para mí, sentimiento de pérdida procede su lamento. Pienso que quizá su nostalgia «anticipada» no se substancie en la experiencia plena o en su defecto, esto es: en un «no haber visto» o en un próximo «dejar de oír», sino tan sólo en algo tan subjetivo y, a la vez, tan «total» como un dejar de sentir de manera experiencial para sentir a través del recuerdo de haber sentido. Y pienso también en la naturaleza intercompensatoria de los sentidos.

Estoy sentado en la terraza de uno de los bares que rodean el estadio de San Mamés; el que se encuentra justo enfrente del enorme boquete que se ha abierto en la esquina en que hasta hace tan sólo unos días estaban las taquillas oficiales, y donde a todas horas puede verse un nutrido grupo de curiosos. No me considero uno de ellos, pero formo parte de la clase de gente que disfruta y padece siendo testigo de los cambios que acontecen en su entorno. Siempre me gustó imaginar dotadas de vida las cosas que componen el marco en que nací, crecí y viví, pues siempre imaginé la vida como algo que se adhiere a las paredes y se incrusta en los materiales, permaneciendo en ellos cuando ya no están aquellos a quienes realmente pertenecía. Cuando esos materiales sucumben a la excavadora siento sucumbir también con ellos la vida que atesoran, y me sobreviene siempre la tristeza. Se da en mí, sin duda, el proceso catártico derivado de la consideración de toda sustitución como una tragedia; cuánto más trágica cuanto más necesaria. Creo ver tristeza y homenaje en la gente que ahora me rodea. Me entretengo escuchando sus comentarios melancólicos, similares a los que se hacen en los funerales, en los que prima siempre el recuerdo de la propia relación con el finado y las anécdotas asociadas a ella. Oigo hablar de ilustres futbolistas, de grandes goles, de famosos encuentros bajo la lluvia y de alguna que otra nevada, y entreveo en cada anécdota un mal disimulado temor por que la desaparición del escenario conlleve también la de su memoria y la nuestra propia. Es el temor que suele acompañar a la catarsis. No hay, empero, temor en mí; tan sólo tristeza, mucha tristeza.

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