sábado, 2 de febrero de 2013

DOMESTICACIÓN


Personas esperando en un semáforo: paradigma del civismo, perfectos figurantes de una ceremonia de deshumanización. Firmes, alineadas, sumisas, con la mirada puesta en quienes desde enfrente también miran, y codo con codo con quienes a su lado también esperan, son como pelotones de fusileros, o como hileras de reos en un paredón imaginario. Siempre que espero en un semáforo me viene ese pensamiento. No hay puesta en escena más degradante que dos hileras de personas enfrentadas, separadas por un interminable espacio-tiempo sin coches. Hay en mí, lo confieso, un sentimiento hostil hacia la urbanidad, y hacia toda regla que haya de cumplirse porque si, especialmente cuando no se dan las circunstancias que la convierten en útil o necesaria. El auténtico espíritu de la urbanidad radica precisamente en ese automatismo carente de sentido, porque su fin último no soy yo, sino la estadística referida a mí, de igual forma que las leyes que rigen un hormiguero no fueron creadas para la hormiga.

Suelo ir al monte con mi perra Lur. Cuando dejamos atrás el espacio urbano, allí donde el camino asfaltado termina y empieza la ruta forestal, hay una barrera que impide el paso a los vehículos no autorizados, a cuyos lados se han dispuesto dos pasos en forma de U para las personas. Pudiendo pasar por uno u otro indistintamente, siempre elijo el de mi derecha, porque es el que me permite afrontar la cuesta por su pendiente más favorable, y eso hace que Lur, a quien la favorabilidad de las pendientes le es indiferente, pase también siempre por allí; creía yo que por seguir a su amo. Hemos repetido esto decenas de veces, y en todas, ella elige el paso de la derecha. Incluso en las raras ocasiones en que la amplia barrera está abierta y yo me aprovecho de ello, Lur sigue utilizando el paso de la derecha; no me sigue; no se fía de mí, sino de lo que ha aprendido de mí. Ante una abierta contradicción entre la norma y el buen sentido, éste último dice que los perros y las personas deberían comportarse de forma diferente, pero no siempre es así. Hay personas que prefieren, como los perros, confiar más en lo que se les ha enseñado que en su propio juicio. Son personas domesticadas.

No sé qué clase de instinto -por humano no menos instinto-, o qué clase de impulso de la razón guía el no querer ser perro, el no querer ser hormiga de determinadas personas de mi especie a romper las reglas, pero, aún no sabiéndolo, eso me reconforta. Por la misma razón desconozco qué clase de atrofia del instinto o de la razón explica el extraño comportamiento de quien prefiere confiarse más a la regla que al buen sentido -mal llamado común-, y aferrarse al método como el ciego se aferra a las rutinas que facilitan su vida. No es extraño que los ciegos recurran a los perros a la hora de cruzar los semáforos, pues una de las primeras cosas que los perros aprenden es a respetarlos. Pero sí sé que es esa gente del método la que más contribuye a que los espacios urbanos sean también espacios cívicos, y quizá por ello, tan sólo por ello, merezca un reconocimiento, aunque no sea muy diferente del que merecen de mí los animales bien educados.








Entrada destacada

DOMESTICACIÓN