domingo, 27 de enero de 2013

LA JUNGLA URBANA


Es sabido que en nuestras modernas ciudades la existencia individual queda absorbida y anulada en el flujo impersonal que en caótica danza recorre sus calles. Se dice que ese territorio común compartido que llamamos «urbe», es un espacio que propicia la inadvertencia, un espacio en el que todos dejamos de ser lo que somos para ser uno más. Y se dice también que esa impersonalidad, ese «no ser nadie» que la multitud propicia explica mejor que nada la desafección que caracteriza las reacciones «cívicas» frente al comportamiento ajeno, a diferencia, por ejemplo, de las rurales. El hombre urbano ha llegado a desarrollar una infinita capacidad de abstracción de sus semejantes. Soporta con resignación el tráfico y la contaminación, las riñas entre conductores, las prisas de los repartidores y las eternas obras públicas que convierten su itinerario en una carrera de obstáculos. Su periplo urbano consiste en depositar una moneda sin mirar en la mano del mendigo o en la gorra del titiritero, músico o prestidigitador que habita en cada esquina, esquivar como puede al mormón y al testigo de Jehová, y rechazar con fingida corrección a los que siempre le piden un minuto de su tiempo. Ha de hacer frente a pulsadores de opinión, cuestores solidarios, cineastas aficionados, estudiantes preguntones, entrevistadores de radio y televisión, y a un ejército de repartidores de pasquines y panfletillos que el viento ayuda luego a seguir repartiendo por toda la ciudad. Y todo lo hace con la fría desafección que exige su impersonalidad, su «no querer ser nadie» donde nadie lo es. La vida urbana, se dice, transcurre anónima y distraída, y es cierto, si por distraimiento aceptamos el descuido consciente y el desdén educado. Y se dice bien, porque así es la regla urbana; pero sólo en el caso de que no seas fotógrafo, porque si lo eres, no se cumplirá contigo la ley de la inadvertencia ni la de la invisibilidad, ni el resto de leyes que garantizan al urbanita el necesario anonimato, y sentirás clavarse en ti todas las miradas. Si eres fotógrafo, la ciudad será a menudo para ti un escenario hostil en el que, cualquiera que sea la obra que representes, tú siempre harás el papel de antagonista, y pasarás de ser observador furtivo a ser severamente observado; adquirirás notoriedad precisamente por intentar ser, como diría Pessoa, de la orilla de las gentes. Serás peor que el más insistente de los mendigos y el más pesado de los mormones, mucho peor que el más atrevido de los solicitantes de minutos, y mucho  más desagradable, también, que el más desafinado de los músicos. Tu actividad será la más innoble de cuantas se practican a pie de calle. No es extraño, pues, que en espacio tan hostil, el fotógrafo urbano haya de adoptar las formas del felino depredador de la sabana africana, y la fotografía urbana sea una actividad cinegética. 

Me descubro a mí mismo retirado del normal fluir de la gente y habitando los ángulos muertos de las rutas transitadas, oculto en el ridículo disimulo de quien se siente culpable de no se sabe qué y no sabe por qué, fingiendo una distracción que no es tal distracción, sino la más atenta de las atenciones, y todo ello por no revelar mi pertenencia a la más inmunda de las tribus que pueblan la calle. A veces, cuando la situación lo permite, me disfrazo con las formas del turista, a quien todo le está permitido, y otras, las más, simplemente desisto. Me rebelo contra mi incapacidad, pero me contento en las contadas ocasiones en que el resultado compensa el esfuerzo por superarla. Me gustaría ser un fotógrafo urbano, pero me falta el valor para serlo.

jueves, 10 de enero de 2013

BRÜGGE MET JAMES


Hace frío en Brujas en esta noche de octubre, pero mi amigo James Vandermeersch parece ser inmune a él; con su trípode al hombro, y en camiseta, me guía a través de la Marktplatz hasta el puesto ambulante de hamburguesas del otro lado, donde, según me indica, «las hacen muy buenas». Y es que, por culpa de la fotografía, aún no hemos cenado. Apenas nos cruzamos con nadie en nuestro camino; es la hora en que los turistas se van poco a poco retirando y el silencio contribuye a hacer aún más solemne la belleza de esta monumental plaza presidida por el impresionante Belfort con sus ochenta y tres metros de altura. Le digo a James que vaya pidiendo mientras aprovecho para montar el trípode y hacer las últimas fotos de la plaza antes de que la oscuridad sea total, y, luego, me reúno con él en el pequeño tenderete móvil a modo de improvisada hamburguesería, cuyo aroma no he dejado de percibir en ningún momento. «Tot de naaste keer mine moat» me he visto obligado a decir al despedirnos, si bien con cierta reticencia por desconocer su significado y sospechando que bien pudiera ser una broma de James, de un amigo suyo que hemos encontrado y con el que hemos compartido cena y conversación. Es hora de continuar nuestro recorrido fotográfico por esta inigualable ciudad. Repuestas las fuerzas, recogemos trípodes y mochilas y encaminamos los pasos hacia el cercano Burg, donde esperan el Stadhuis y la Heilig Bloed Basiliek.

De noche, y en octubre, Brujas es muy diferente de lo que acostumbra ser en verano, o a la luz del día. Así lo confirman nuestros pasos sobre las calles adoquinadas, cuyo eco resuena sordo en las abandonadas callejas por las que transitamos, hasta hace poco aún repletas de gente. Resulta sobrecogedoramente bella esta ciudad privada del bullicio de la vida, sin su vertiginoso ir y venir, y sin ese ruido de fondo tan característico que se ha convertido en banda sonora común a toda urbe. Brujas de noche es un grandioso escenario mudo de civilización, pero uno no echa en falta aquí ningún sonido, salvo quizá, por completar una evocación onírica de tan magnífico escenario, el de un lejano violín que creara un bello contrapunto al leve rumor del agua y el aleteo de los cisnes en el Minnewaterpark. El agua y los cisnes son lo único que adquiere vida a estas horas de la noche en el visor de mi cámara, pero en exposiciones largas la fotografía prescinde de la vida, por efímera.

Sigo a James por intrincadas callejuelas desiertas, parándome aquí y allá dentro del itinerario establecido, pero dejándome llevar también por la intuición y el capricho. ¿Cómo no hacerlo en una ciudad donde cada rincón encierra una fotografía? Nos detenemos en húmedos atrios y románticas plazoletas, cruzamos puentes, atravesamos parques, y el chasquido de las hojas secas acompaña nuestra conversación camino del Rozenhoedkaai, destino final de nuestra ronda nocturna, donde, como todo turista que se precie, intentaré hacerme con la imagen más popular de la ciudad, la que con razón puede ser considerada como «postal de Brujas». La mía no pretende ser más ni mejor que otras -¡cómo iba a serlo en tan dura competencia!-, sino tan sólo la excusa para disfrutar de un lugar único, a la hora en que la magia aprovecha el letargo de su rival natural, que es la civilización, para adueñarse de los parajes y de los corazones. Quizá por eso Brujas quedará asociada en mi corazón a la magia y a la noche. Prefiero recordarla así, mágica, muda..., como estaba hoy con James.

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