sábado, 7 de mayo de 2016

ESTRUCTURAS DE LA EXISTENCIA

Observo el deambular de las personas entre las celdas de Louise Bourgeois: extraños habitáculos, ya bien refugios, ya bien jaulas; semi accesibles los primeros, herméticas éstas; dispuestos a veces como chozas de una aldea gala, o agrupados sin un criterio aparente. Veo moverse los visitantes con la elegante parsimonia que adorna el andar de la gente en los museos, que parece no estar sujeto a rumbo, ni conocer las leyes del tiempo, yendo de aquí para allá, deteniéndose en una u otra celda según su gusto, sin un orden preconcebido y sin atender a otro mandato que el de deambular y asomarse, deambular y asomarse, deambular y asomarse. El voyerismo se eleva aquí a una categoría pocas veces alcanzada en la observación artística. 
Sumado a uno cualquiera de los sinuosos itinerarios que rodean los habitáculos —sólo son celdas cuando se mira a su interior— me dejo guiar por mis propios pasos. Muchos de ellos, ya uno los mire desde fuera o hacia adentro, son, en ambos casos un cerramiento compuesto de puertas; de puertas viejas, desconchadas, con cristales velados o rotos, cuando tienen cristales; otrora expertas en comunicar espacios y en facilitar tránsitos o en impedirlos; con un «adentro» y un «afuera», como todas las puertas, pero que aquí, sin goznes y soldadas unas a otras, sólo cierran y nada abren. Tan sólo una ausencia de puerta, propiamente dicha, permite asomarse al interior. 
En la celda Red room (parents) he contado quince, o, más bien, ocho y siete; éstas ligeramente más altas que aquellas y con percheros en la parte interior de seis de ellas. Aunque sospecho que eso, estando ahí y formando parte de la obra, no le aporta ni le resta ningún significado. 
¡Qué buena fotografía, si no estuviera prohibido hacerlas!» —pienso al ver la cabeza del hombre que desde el otro acceso a la celda se sorprende al ver la mía, también asomando y, como la suya, en un mismo escorzo, pero como reflejado en un espejo, intentando acceder al sanctasanctórum parental con su lecho rojo sangre, o rojo vergüenza, sobre el que hay un je t'aime bordado en la almohada, un extraño maletín trapezoidal y un tren de juguete. Me invade inmediatamente la presencia que los objetos sugieren, el carácter impreso en ellos, la memoria, que no es la suya, que no es la mía, que hay que imaginarla... y luego el olor... un olor que tampoco está, pero que, de estarlo, sería el olor rancio de las cosas retenidas, de los líquidos estancados, de los residuos de vida... Siento estar en un escondite de fantasmas.

Se da en mí una respuesta natural en la contemplación de las celdas de Bourgeois que resulta difícil de explicar. Diré, por resumirlo burdamente, que esas celdas se asemejan mucho a lo que yo posiblemente habría creado en el hipotético caso de que yo fuera un artista, pero tampoco estoy muy seguro de ello; quizá tan sólo me guste pensarlo. Sí, me gusta pensarlo. 
En todo caso, crear, o recrear —¿qué diferencia hay?— estructuras de la propia existencia, o de cualquier otra, a partir de objetos históricos con memoria asociada a distintas estructuras existenciales pasadas: unas de carácter profano, otras más sagradas; unas públicas, otras privadas; unas simbólicas, otras instrumentales; ponerlos en mutua relación y hacerlos confluir en la tarea de adquirir un sentido y transmitir un significado, es una de las formas de crear más bellas para mí. Esa prórroga indefinida de vida que el Arte brinda a los objetos cuya existencia «agotada» habría condenado al olvido y a la desaparición, se da a costa de su función, que no de su pasado, que tras la prórroga se pone al servicio de la construcción de una nueva estructura existencial con su propio significado. Pensemos en los objetos corrientes como en esponjas capaces de absorber una pequeña parte de la vida de aquellos a quienes pertenecieron o sirvieron; imaginémoslos impregnados de su aliento, de su tacto, de sus miradas, de sus emociones, de sus recuerdos, y rescatemos luego todo eso mediante la imaginación. Ahora observemos todos esos fetiches, cada uno con su personalidad embebida, puestos en armónica o caótica relación —según convenga—, al servicio de una estructura simbólica polifónica y polisémica en la que cada uno se inmole en el ara de la suprema significación, y habremos dado con la clave de la observación. ¿No se hace así natural que de esa confluencia, ara sacrificial de tantas experiencias, y sumidero de tantos artefactos «prorrogados», sean el estrés y el padecimiento los que se desprendan, y aún más natural que sean ellos, con forma abstracta, quienes guíen la contemplación y determinen su resultado? 
En un momento en que me he quedado solo, me he sentido en la piel de Malte Laurids Brigge. Quizá porque, como él, yo también siento que estoy aprendiendo a ver, que yo también tengo un interior del que no sabía nada pero al que todo se dirige, y ese sentimiento, en mitad del purgatorio parcelado de Bourgeois, cruda escenificación de lo grande, donde la vida y la muerte se confunden, alcanza una intensidad inusitada. Según reza en letras bordadas en la colcha del inmundo catre de una de las guaridas en las que Bourgeois encierra sus fantasmas, el dolor es el rescate del formalismo, y el Arte una garantía de cordura. 

1 comentario:

  1. Excelente relato de una mirada dirigida al centro mismo de la experiencia artística, dejándose llevar por ese estado sensible que, con suerte, se alcanza, cuando uno se abandona a sí mismo para penetrar en el objeto expuesto, decidido a hacerlo suyo en toda su dimensión; incluso en aquello que ha perdido y que tú has sido capaz de recrear: olores, etcétera. Mi enhorabuena por ello.

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