martes, 23 de febrero de 2016

VIVIR Y CREAR

En una de esas ferias de artesanía que ahora tanto proliferan, reparé no hace mucho en un estand cuya oferta atrajo inmediatamente mi interés. Sobre un pequeño mostrador tapizado en color rojo, había una serie de muñecos antropomorfos del estilo del hombre de hojalata del Mago de Oz, pero rígidos, no articulados, sin capacidad de movimiento, como oportunamente comprobé al tener uno de ellos en la mano, y el propio artesano confirmó al percatarse de mi interés en ello. Los muñecos eran de material reciclado; estaban hechos con piezas de metal, como tornillos, arandelas, tubos, alambres, latas de refrescos y toda clase de chatarrilla, pero tan bien concebidos y ejecutados que incluso podía uno advertir ciertos rasgos humanos en sus metálicos rostros hechos de ojos de arandela y narices de tornillo, y esperar de ellos, a pesar de su falta de articulaciones, un movimiento espontáneo como el de los autómatas. Me maravillé de la manera en que objetos simples escogidos al azar, pero dispuestos según un plan establecido, pueden asociarse para crear juntos un objeto complejo de orden superior, cuya existencia meramente formal se transforma, mediante la conciencia, en una existencia real capaz de suscitar emociones e inspirar discursos retóricos. Me dio por creer que aquellos hijos menores de un Frankenstein chatarrero exigían de mí un permiso para existir, y que esa existencia, que de ninguna manera era la suma de las existencias de las piezas de que estaban compuestos, sino una existencia unificada merced a la licencia que, debido a mis necesidades de comprender, yo alegremente les extendía, era la responsable de que desde el sentir yo advirtiera en ellos signos de humanidad que desde el pensar jamás habría advertido. 
Me pareció que de esa digresión se desprendía una enseñanza acerca de nuestras formas de percibir y de crear. Porque lo que tan ufana como erróneamente llamamos «creación» no es sino el producto de un proceso de reciclaje, es decir, la puesta en orden y ensamblado de elementos caóticos, a menudo inconexos entre sí, e incluso carentes de valor o sentido por sí solos, pero que, organizados de una determinada manera, se constituyen en un ente nuevo con capacidad de significar. Por tanto, el significado de las cosas no reside en su propia esencia, sino que es una construcción intersubjetiva, exactamente igual que el lenguaje. Imaginé, pues, aquel muñeco, no como un objeto-muñeco en sí, sino como un «muñeco-palabra» compuesto de «letras-objeto» carentes de significado por sí solas, pero con un pronunciado cierto cuando se ordenan, que es lo que lo dota de sentido y le da existencia. Crear es introducir un cierto orden en las cosas, o, dicho con otras palabras, contradecir el proceso entrópico que se da en todas las cosas, pero sin que el orden introducido pretenda reponer o recuperar estados anteriores de esas mismas cosas, sino estados potenciales de ellas. En ese sentido, lo que nosotros llamamos desordenar no deja de ser otra forma de añadir orden, pues cualquier intervención por nuestra parte en el normal devenir de las cosas se opone a su proceso natural de dispersión.
La realidad que observamos está en proceso constante de desintegración. Todo, incluidos nosotros mismos, tiende a la homogeneización absoluta, y vivir significa de alguna manera oponerse a esa tendencia. El Arte, así lo veo, es la mejor forma que cierta gente ha encontrado de engañarse pensando que se es capaz de contradecir ese proceso natural de desintegración, recuperando de ella, aunque sea momentáneamente, determinados objetos-fetiche que, de esa manera, merecen nuestra adoración. Frente a la fe, que promueve la adoración de entes eternos, el Arte adora lo inmanente, lo perecedero, preservado momentáneamente de la nada mediante el reordenamiento de sus componentes.
Vivir y crear son una misma cosa. Ambos, mi ser y mi obra, son el producto efímero de la presunción de haberse resistido a la inevitable desintegración. ¿Qué soy yo mismo, sino material para futuras configuraciones?







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