lunes, 3 de junio de 2019

ΔHΛΟΣ (Crónica de una experiencia inolvidable)


La visita de un lugar históricamente sagrado está siempre acompañada, se quiera o no, de un sentimiento especial. Ese sentimiento, que no necesariamente ha de responder a la asunción de la naturaleza prodigiosa de los recintos que uno visita, impone, no obstante, en la contemplación una serie de directrices que de alguna manera condicionan y alteran la sustancia de lo observado. Sin duda, el peso de la Mitología, y de la Historia misma, producto una y otra de la reiterada renovación de los mitos, se deja sentir con fuerza en esos lugares sobre las espaldas del viajero especialmente sensible a la naturaleza humana.

En una vista circular desde la cima del monte Kynthos, en la sagrada isla de Delos, a cuyo amparo Leto, hija de los titanes Ceo y Febe, alumbró a los mellizos Apolo y Artemisa, uno cree alcanzar intuitivamente el sentido de lo cicládico y, de forma inmediata, sin poder evitarlo, siente que la sola belleza del lugar, con ser inmensa, no basta para generar una emoción profunda si no va acompañada de la magia de su significado y uno se convierte, por obra de esa magia, en un ser permeable a las fantasías que definen lo sagrado. El conflicto semiótico entre el significante y el significado, que a veces surge en la estancia en estos lugares, quedaría disuelto si, aislándose por un momento de la emoción, uno se preguntara: ¿qué impulso me ha hecho llegar hasta aquí?

No obstante, en lo que respecta a la reciente experiencia personal a la que este escrito se refiere, esa pregunta podría haber tenido una respuesta complementaria, si yo hubiera sabido de antemano que, felizmente, mi visita a Delos iba a coincidir con la exposición temporal Sight del artista británico Antony Gormley. Y es que ella misma, por sí sola, habría merecido la visita. La de Gormley es la primera exposición de arte contemporáneo que ha sido permitida en el sagrado solar de Delos, lo que, ya de por sí, hace de su visita una experiencia única. 
La exposición consta de veintinueve esculturas antropomórficas de hierro, que van desde lo conceptual a lo realista, distribuidas en su mayoría por el recinto en ruinas, aunque las hay también situadas en lugares estratégicos de la isla, como aquella que, a modo de férreo mascarón de proa, únicamente visible desde el mar, se yergue firme en el extremo norte de la isla y es lo primero en que el viajero inadvertido repara en su aproximación a ella. O aquella otra que, con la misma actitud y presencia, desde lo alto del monte Kynthos, como un faro, dirige la mirada a las lejanías del mar Egeo, allá donde la isla de Naxos se perfila en el horizonte. El recorrido por el recinto histórico de la ciudad se ve así jalonado por la sólida presencia de los «guardianes mudos» de Gormley, cuya relación orgánica con la desolación es tan perfecta que, junto con el sonido del viento y el rumor del mar, que son dos formas de silencio, componen un conjunto monumental único en el mundo. En pocos lugares la simbiosis de las artes y la Naturaleza es tan perfecta y, al mismo tiempo, tan sagrada.







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