jueves, 10 de enero de 2013

BRÜGGE MET JAMES


Hace frío en Brujas en esta noche de octubre, pero mi amigo James Vandermeersch parece ser inmune a él; con su trípode al hombro, y en camiseta, me guía a través de la Marktplatz hasta el puesto ambulante de hamburguesas del otro lado, donde, según me indica, «las hacen muy buenas». Y es que, por culpa de la fotografía, aún no hemos cenado. Apenas nos cruzamos con nadie en nuestro camino; es la hora en que los turistas se van poco a poco retirando y el silencio contribuye a hacer aún más solemne la belleza de esta monumental plaza presidida por el impresionante Belfort con sus ochenta y tres metros de altura. Le digo a James que vaya pidiendo mientras aprovecho para montar el trípode y hacer las últimas fotos de la plaza antes de que la oscuridad sea total, y, luego, me reúno con él en el pequeño tenderete móvil a modo de improvisada hamburguesería, cuyo aroma no he dejado de percibir en ningún momento. «Tot de naaste keer mine moat» me he visto obligado a decir al despedirnos, si bien con cierta reticencia por desconocer su significado y sospechando que bien pudiera ser una broma de James, de un amigo suyo que hemos encontrado y con el que hemos compartido cena y conversación. Es hora de continuar nuestro recorrido fotográfico por esta inigualable ciudad. Repuestas las fuerzas, recogemos trípodes y mochilas y encaminamos los pasos hacia el cercano Burg, donde esperan el Stadhuis y la Heilig Bloed Basiliek.

De noche, y en octubre, Brujas es muy diferente de lo que acostumbra ser en verano, o a la luz del día. Así lo confirman nuestros pasos sobre las calles adoquinadas, cuyo eco resuena sordo en las abandonadas callejas por las que transitamos, hasta hace poco aún repletas de gente. Resulta sobrecogedoramente bella esta ciudad privada del bullicio de la vida, sin su vertiginoso ir y venir, y sin ese ruido de fondo tan característico que se ha convertido en banda sonora común a toda urbe. Brujas de noche es un grandioso escenario mudo de civilización, pero uno no echa en falta aquí ningún sonido, salvo quizá, por completar una evocación onírica de tan magnífico escenario, el de un lejano violín que creara un bello contrapunto al leve rumor del agua y el aleteo de los cisnes en el Minnewaterpark. El agua y los cisnes son lo único que adquiere vida a estas horas de la noche en el visor de mi cámara, pero en exposiciones largas la fotografía prescinde de la vida, por efímera.

Sigo a James por intrincadas callejuelas desiertas, parándome aquí y allá dentro del itinerario establecido, pero dejándome llevar también por la intuición y el capricho. ¿Cómo no hacerlo en una ciudad donde cada rincón encierra una fotografía? Nos detenemos en húmedos atrios y románticas plazoletas, cruzamos puentes, atravesamos parques, y el chasquido de las hojas secas acompaña nuestra conversación camino del Rozenhoedkaai, destino final de nuestra ronda nocturna, donde, como todo turista que se precie, intentaré hacerme con la imagen más popular de la ciudad, la que con razón puede ser considerada como «postal de Brujas». La mía no pretende ser más ni mejor que otras -¡cómo iba a serlo en tan dura competencia!-, sino tan sólo la excusa para disfrutar de un lugar único, a la hora en que la magia aprovecha el letargo de su rival natural, que es la civilización, para adueñarse de los parajes y de los corazones. Quizá por eso Brujas quedará asociada en mi corazón a la magia y a la noche. Prefiero recordarla así, mágica, muda..., como estaba hoy con James.

1 comentario:

  1. Preciosa fotografía y precioso relato de una Brujas por fin libre de <>. Esta ciudad, como por ejemplo Venecia también, es tan irreal en su belleza que se me asemeja a un fastuoso decorado de una película de postín. Vivirla sin gente es un extraño privilegio; un inesperado regalo al que cuesta acceder y se recuerde ya siempre.

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