lunes, 3 de junio de 2019

ΔHΛΟΣ (Crónica de una experiencia inolvidable)


La visita de un lugar históricamente sagrado está siempre acompañada, se quiera o no, de un sentimiento especial. Ese sentimiento, que no necesariamente ha de responder a la asunción de la naturaleza prodigiosa de los recintos que uno visita, impone, no obstante, en la contemplación una serie de directrices que de alguna manera condicionan y alteran la sustancia de lo observado. Sin duda, el peso de la Mitología, y de la Historia misma, producto una y otra de la reiterada renovación de los mitos, se deja sentir con fuerza en esos lugares sobre las espaldas del viajero especialmente sensible a la naturaleza humana.

En una vista circular desde la cima del monte Kynthos, en la sagrada isla de Delos, a cuyo amparo Leto, hija de los titanes Ceo y Febe, alumbró a los mellizos Apolo y Artemisa, uno cree alcanzar intuitivamente el sentido de lo cicládico y, de forma inmediata, sin poder evitarlo, siente que la sola belleza del lugar, con ser inmensa, no basta para generar una emoción profunda si no va acompañada de la magia de su significado y uno se convierte, por obra de esa magia, en un ser permeable a las fantasías que definen lo sagrado. El conflicto semiótico entre el significante y el significado, que a veces surge en la estancia en estos lugares, quedaría disuelto si, aislándose por un momento de la emoción, uno se preguntara: ¿qué impulso me ha hecho llegar hasta aquí?

No obstante, en lo que respecta a la reciente experiencia personal a la que este escrito se refiere, esa pregunta podría haber tenido una respuesta complementaria, si yo hubiera sabido de antemano que, felizmente, mi visita a Delos iba a coincidir con la exposición temporal Sight del artista británico Antony Gormley. Y es que ella misma, por sí sola, habría merecido la visita. La de Gormley es la primera exposición de arte contemporáneo que ha sido permitida en el sagrado solar de Delos, lo que, ya de por sí, hace de su visita una experiencia única. 
La exposición consta de veintinueve esculturas antropomórficas de hierro, que van desde lo conceptual a lo realista, distribuidas en su mayoría por el recinto en ruinas, aunque las hay también situadas en lugares estratégicos de la isla, como aquella que, a modo de férreo mascarón de proa, únicamente visible desde el mar, se yergue firme en el extremo norte de la isla y es lo primero en que el viajero inadvertido repara en su aproximación a ella. O aquella otra que, con la misma actitud y presencia, desde lo alto del monte Kynthos, como un faro, dirige la mirada a las lejanías del mar Egeo, allá donde la isla de Naxos se perfila en el horizonte. El recorrido por el recinto histórico de la ciudad se ve así jalonado por la sólida presencia de los «guardianes mudos» de Gormley, cuya relación orgánica con la desolación es tan perfecta que, junto con el sonido del viento y el rumor del mar, que son dos formas de silencio, componen un conjunto monumental único en el mundo. En pocos lugares la simbiosis de las artes y la Naturaleza es tan perfecta y, al mismo tiempo, tan sagrada.







jueves, 20 de septiembre de 2018

DIVAGACIONES


Los colores no existen como tales. Son formas que el cerebro tiene de distinguir y de categorizar. No obstante, de la relación entre ellos, de la forma en que se ordenan y se complementan, surgen patrones armónicos que parecen desentenderse de la mera función cerebral de aprehender el mundo y hacerlo habitable. Sin embargo, incluso desde el universo estético al que la observación consciente los conmina, no hacen otra cosa que seguir distinguiendo y categorizando, por mucho que en ese universo la distinción y la categoría no tengan ya un significado «natural», sino uno estrictamente jerárquico. Es esta la forma en que el Arte transforma los conceptos: mediante un simple cambio en sus acepciones.

Otro ejemplo del «juego de significados» consustancial al universo estético lo tenemos en las fotografías que Maxime Du Camp hizo durante su viaje a Egipto en compañía de su amigo Gustave Flaubert. Son, básicamente, fotografías de ruinas. En cierto sentido, podrían considerarse una puesta al día tecnológica de las ilustraciones que componen la inigualable Description de l’Égypte —publicada tras la invasión de Egipto por parte de Napoleón— y, como tal, un reflejo aumentado del cambio de significado operado en el concepto ruina a partir de la citada publicación, que tan honda repercusión iba a tener de ahí en adelante en la educación artística. ¿No se da aquí ese impulso civilizador que tan agudamente apuntó Pessoa: ese soñar con la nueva dimensión que el Arte concede a las cosas, tan sólo con darles un nombre o un sentido falso?

¿Por qué a un determinado color, aplicado en una superficie bidimensional, le añadimos una tercera y decimos de él que es «profundo»? Cuando uno se pregunta qué cualidades ha de reunir un color para ser considerado profundo, la respuesta es inmediata: un color profundo es aquel que tiene niveles altos de intensidad y de saturación. Pero, ¿cómo se relacionan esas cualidades con la profundidad? Sin duda, mediante la luminosidad, lo que quiere decir que la luz y la sombra crean el espacio. 

Por lo desconcertante de su fenomenología, hay quien cree que si el color pudiera hablar, y expresarse filosóficamente, afirmaría: «Yo soy yo y mis circunstancias.» Pero, ¿de qué forma podría ser objeto de eventualidad aquello que está definido mediante fórmula química y puede ser reducido a términos matemáticos? ¿No son, acaso, las fórmulas químicas y matemáticas, formas de traducir a signos alfanuméricos la esencia inalterable de las cosas? ¿No será, más bien, que, en asunto de colores, el yo y la circunstancia son una misma cosa en mí, que los colores realmente hablan filosóficamente, y que esa es la razón por la que es inútil tratar de comprenderlos mediante otra Ciencia que no sea la «Ciencia mental» a la que se refería James Clerk Maxwell? 

Compruebo que mi ojo fotográfico a menudo se antepone a mi ojo orgánico —al que utiliza como un mero instrumento—, proporcionándome una visión avant la lettre del fluir de las cosas en el tiempo. Así, por ejemplo, elimina las texturas de la superficie del agua, extiende sin medida las nubes en el cielo y convierte en espectros a los seres vivos. Me pregunto si todo eso ocurre realmente o, si, más bien, esa anticipación visual es una especie de «recuerdo del futuro» que un tercer ojo —éste mecánico— es capaz de crear en mí  a partir de su propia memoria futurista, en la línea de «El espejo que recuerda», que cierto noble francés vio en la Fotografía.

Una fotografía de finales del siglo XIX o de la primera mitad del siglo XX. He ahí, para mí, una descripción de una obra de arte. Ningún otro objeto de ese mismo periodo alcanza per se esa categoría. ¿Qué es lo que obra el milagro de presentarme como arte algo que quizá nunca se propuso serlo? Respuesta: el tiempo o, para ser más exacto, la vocación de toda fotografía nueva que hago de ser, ya desde el mismo momento en que la hago, una fotografía antigua.

De la misma manera que el libro digital excluye de la lectura aquello que la acompañó siempre, como son el olor y el tacto del papel, así también la fotografía digital excluye de sus procesos los efluvios químicos y el pringoso tacto de los productos que los originan. Me pregunto hasta qué punto y en qué manera la limpieza —en sentido literal del término— de la edición digital se traslada a su producto —si más allá de facilitarlo, lo distingue para bien o para mal—, y si la privación de la experiencia multisensorial que esa limpieza conlleva supone una ganancia o una pérdida en términos de satisfacción.

Decía Honoré de Balzac a propósito de la Fotografía: «Si alguien le hubiera ido a decir a Napoleón que un edificio y que un hombre son incesantemente y a cualquier hora representados por una imagen en la atmósfera, que todos los objetos existentes tienen en ella un espectro captable, perceptible, habría encerrado a ese hombre en Charenton... Y, sin embargo, es lo que Daguerre ha probado con su descubrimiento.» A quienes, como yo, la fotografía es un vehículo de expresión personal, pero, al mismo tiempo participan de las rutinas sociales a las que su atropellada divulgación la ha condenado, no deja de maravillar la forma en que un argumento todavía virgen, impregnado de esa magia y de esa transgresión que incluso las mentes más abiertas ven siempre en las nuevas tecnologías, es capaz de retrotraer el pensamiento a los mismísimos orígenes de la disciplina y renovar así el respeto por ella.

De todos los cambios que el relevo tecnológico impuso recientemente a la Fotografía, quizá sea la desaparición de El cuarto oscuro, tan consustancial a ella desde sus mismos orígenes, el que más honda trascendencia ha tenido en lo que a la propia concepción de la Fotografía se refiere. El cuarto oscuro era mucho más que un laboratorio; era el sancta sanctorum en el que tenía lugar el milagro mediante el cual la imagen, como en los ritos paganos, tras ser impetrada con abluciones y baños sagrados, hacía su aparición en plenitud para regocijo del oficiante. Había en ese ceremonial algo o mucho de magia, de ocultación, de secretismo; en ese su retiro temporal del mundo, el fotógrafo era un iniciado, un alquimista, una especie de médium a cuya invocación los «espectros en la atmósfera» de Balzac tomaban cuerpo y se manifestaban. En aquel lóbrego encierro el fotógrafo podía sentir el embrujo de la creación de una manera que hoy, libre y a plena luz, no puede.

Sin duda, es la función de representar fielmente la realidad, tradicionalmente asociada a la Fotografía, la que hace que esta disciplina, como ninguna otra, guarde tan estrecha relación con la nostalgia. La exacta correspondencia entre lo que el ojo ve y la cámara registra avala esa idea. Sin embargo, habría que saber de qué forma esa correspondencia puede establecerse también entre lo que la fotografía muestra y la memoria conserva, pues, mientras la imagen fotográfica permanece estática en el tiempo (es una instantánea), el recuerdo es un objeto dinámico que muda constantemente con él y, a partir de tan opuestas naturalezas surge la duda de si lo que llamamos «recuerdo» no es a menudo otra cosa que un objeto inducido por la contemplación periódica de la imagen estática que le da forma y a la que al fin queda subordinado. Es decir, que, cuando etiquetamos como Recuerdos la caja de las fotografías, quizá estemos siendo estrictamente literales.

Distinguía Walter Benjamin entre los conceptos Fotografía como Arte y Arte como fotografía, adjudicando al primero una función estética y al segundo una función social. Interpretar o reproducir: ese sigue siendo el dilema que escinde la Fotografía en dos actividades paralelas —cada una con su propia filosofía y su propia metodología— de las que el discurso sobre la técnica no es sino un exponente más del abismo conceptual que las separa.

La cámara fotográfica es ciertamente un instrumento mágico, en el sentido que convierte lo intrascendente en algo «digno de verse». Pero también es un instrumento de poder, pues esa conversión obedece a la decisión de un fotógrafo. Por eso, cuando el fotógrafo no es un poeta sino un notario, el escepticismo y la insumisión han de ser herramientas imprescindibles en la tarea de observar y valorar su obra. El poeta está obligado a mentir; el notario, en cambio, a revelar la mentira.

Como su propio nombre indica, una instantánea es una ínfima porción de realidad de cuya secuencia histórica es prueba pericial, pero de cuya historia no siempre es capaz de dar cuenta. La sujeción del concepto «instante» al contexto narrativo del que la Fotografía lo extrae no siempre está asegurada, y esa descontextualización es el «limbo» en el que el fotógrafo es libre para crear. La Fotografía tiene la virtud, o, si se quiere, la capacidad, de desmenuzar la realidad histórica en infinitas porciones, pero también de convertir a cada una de ellas en un ente autónomo capaz de generar a partir de sí su propia historia y su propia realidad. 

Una fotografía de larga exposición es lo opuesto a una instantánea. Esto parece una perogrullada, pero, si se piensa seriamente en la forma en que una y otra reflejan la realidad, el asunto adquiere un tinte metafísico. La instantánea, llamada así debido a la insignificancia del lapso de tiempo comprendido entre la apertura y el cierre del obturador, y no atendiendo a una idea de «congelación», tan intuitiva como imposible, sería, por esa razón, no un opuesto de la larga exposición, sino tan sólo un fragmento de ella, aunque incapaz a efectos prácticos de reflejar un rastro histórico. Sensu stricto, la larga exposición no es un conjunto de instantáneas, sino la extensión indefinida de un instante (la abolición de su insignificancia), esto es, el reflejo de una mirada que no se limita a contemplar el paso del tiempo, sino que lo acompaña en su fluir —que nace y muere en él—, y cuyo resultado es su propia biografía. Es como si la Fotografía, al dotar de memoria a la mirada, le otorgara existencia. 

Todo fotógrafo que se tenga por tal estará probablemente de acuerdo con la idea de que la buena fotografía ha de preexistir a su propia toma. Es decir, que el pulsado del disparador no sea más que el último paso de un proceso que se ha iniciado y desarrollado en su propia mente. En ese caso, la cámara queda relegada a la categoría instrumental y no tiene otro papel que el del pincel en una pintura, o el de la pluma estilográfica en una obra literaria, ni más protagonismo que ellos en la valoración de una y otra. Sin embargo, raro es el fotógrafo que, abandonado a su suerte, no escudriñe el entorno a través del visor de su cámara, delegando en ella la tarea que su mente no es capaz de afrontar. ¿Habría, según eso, una «fotografía mental» y otra «instrumental»?

La génesis de una pintura es un soporte en blanco sobre el que hay que añadir pigmento. La de una escultura en piedra, por el contrario, un bloque informe del que hay que sustraer un sobrante. Ambos procesos comportan un trabajo artístico que responde a una metodología dominada mediante la experiencia. La génesis de una fotografía, en cambio, es la disposición de una placa sensible, ya sea química o electrónicamente, a recibir la luz que se hace dirigir hacia ella a través de una o varias lentes. La metodología del fotógrafo se aleja, pues, de los procesos aditivos y sustractivos de las Bellas Artes y se asemeja más al modus operandi de un cazador, pues su quehacer consiste en orientar su herramienta, previamente configurada, en la dirección de su objetivo, lo que en cierta medida explica los recelos que su actividad suscita y el carácter furtivo de algunos de sus usos y costumbres.










martes, 2 de enero de 2018

OBSERVACIONES

ESCALA, DIMENSIÓN Y MAGNITUD

I. Es lógico deducir de la realidad observada que en una determinada escala un objeto tiene una u otras dimensiones, sin reparar en que la escala no guarda relación con el objeto observado, sino con la observación misma, y que es ella la que establece y determina las magnitudes en función de su tamaño con respecto a su objeto. En otras palabras: la idea de escala sigue siendo efectiva incluso cuando la mirada logra hacerse en cada caso del tamaño de lo que observa, pues la escala nada tiene que ver con la realidad, sino con la tiranía que la observación impone. La escala responde, pues, al orden jerárquico que el observador establece con respecto a lo observado.

II. En la medida que la mirada se hace pequeña, el mundo parece agrandarse. Sin embargo, tras esa reducción, los conceptos de «grande» y «pequeño» siguen dando cuenta de lo observado con la misma eficacia y en los mismos términos relativos que antes. Paradójicamente, la reducción de la mirada, como la introspección, lejos de limitar el campo visual, abre espacios infinitos y abismos insondables a la observación.

III. Pero, ¿puede hablarse con propiedad de una reducción sin límite de la mirada? No, si se tiene en cuenta que la percepción sensorial reside en órganos dimensionales. Cuando la mirada alcanza la dimensión de su propia estructura la observación es imposible. Pero imaginemos que no lo es.
 Tras haber llevado la observación a sus límites factibles, desde el rebelde y turbulento mundo subatómico a los más lejanos rincones del Universo, un hipotético viajero fotógrafo tendría la sensación de haber hecho un viaje en círculo, y, salvo aquellas que hiciera en el marco dimensional en el que sus sentidos evolucionaron, sería difícil saber en qué otro momento del viaje hizo las hipotéticas fotografías que lo ilustraran. Esas fotografías bien podrían ser objetos para un análisis dimensional basado en ecuaciones matemáticas que tuvieran en cuenta  la analogía física de la materia en cualesquiera escalas que la observación imponga.

IV. Una fotografía del fondo inalcanzable del Universo es una maqueta a escala del flujo inalcanzable subatómico. Una minúscula gota de agua ensartada como una perla en un invisible hilo de araña es, a través de una lente fotográfica, todo un planeta, y sus compañeras, alejadas y difusas por la paradójica extensión de las distancias que la lente de aproximación multiplica, componen con él un hermoso y perfecto sistema solar en miniatura. La luz incide en ellas de la misma forma y en el mismo ángulo que lo hace en cualesquiera planetas que pueblan el Universo, cuyas órbitas son los invisibles hilos de araña que las estrellas tienden en torno a sí. La gravedad es una tupida tela de araña, y el Universo una infinita red tejida de ellas.
Mirar es siempre aproximarse. Toda fotografía es un approach. Haciendo justicia a su nombre, las lentes de aproximación, ya sean macro o tele-objetivos, permiten acercar la mirada tanto a los objetos sumamente pequeños y cercanos como a los inmensamente grandes y lejanos. Pero ese acercamiento aporta en uno y otro caso visiones del Universo que de forma paradójica se alejan de lo real en la misma medida que intentan alcanzarlo, pues, siendo la lente un potenciador del ojo (forma con él un súper-ojo), y éste una herramienta de la conciencia, la aproximación supone de facto una «sobrehumanización» de la realidad que, fiel a su tarea de adaptar el mundo a nuestra forma y medida y, a la vez excedida por el «súper poder» que la lente le brinda, juega caprichosamente con las dimensiones (estira una y comprime otra, elimina incluso una tercera), y hace con ello saltar por los aires los valores que rigen en el marco espacial natural de lo observado. Un telescopio pone a nuestro alcance los más lejanos cuerpos siderales, pero al precio de presentárnoslos como simples puntos dispersos en un lienzo en dos dimensiones, del que, no obstante, un macro-objetivo descubriría una tercera y la desdoblaría infinitamente. Allí donde la profundidad se extiende al infinito, el súper-ojo prescinde de ella, y donde apenas se adivina, la magnifica sin medida.

GEOMETRÍA, OBSERVACIÓN Y BELLEZA

I. El espacio no tiene dimensión alguna. Pero tiene forma: la del vaciado resultante de haber delimitado él los objetos que, a su vez, lo delimitan. Lo observado es el resultado de ese intercambio de formas. El trazado de un ángulo crea al mismo tiempo su complementario.

II. La línea recta y la esfera pertenecen en exclusiva al ámbito abstracto. La rectitud es la promesa incumplida de la geometría (la línea recta es el arco de un círculo infinito, según Nicolás de Cusa) y la esfericidad el sueño de la perfección. La simetría y la perfección son el deseo eterno del Universo.

III. No incumben al mundo ciertos asertos que acerca de él a menudo hacemos. La estética, por ejemplo, no pertenece al mundo «en sí», sino al mundo observado. La simetría es una mera cuestión de eficiencia en la lógica evolutiva, pero, estando tan asociada en nuestra percepción al equilibrio y a la armonía, y, a través de ellas, a la belleza, la propia mecánica del pensamiento, mediante un elemental silogismo, pone en marcha la idea de que la eficiencia es necesariamente bella o que la belleza ha de ser necesariamente eficiente. Y aquí conviene recordar que una cosa son los atributos del mundo, en tanto que mundo «en sí», y otra muy distinta los derivados de su observación. La simetría es eficiente per se, pero sólo es bella, o deja de serlo, tras su toma de conciencia por un observador.
Una reflexión: El hexágono es la figura más eficiente de la geometría natural. ¿Debería, por su perfección «económica», constituirse en un canon de belleza? ¿O acaso, por ella misma, es decir, por la rigidez y austeridad que su economía le impone, ser considerado «no apto» en el examen, libre de cualquier idea de ahorro, que sanciona la belleza?


IV. Dos tipos de observador: La espiral logarítmica de la concha del Nautilus, el diseño fractal del brócoli romanescu, o la sinfonía geométrica de un copo de nieve no son cosas necesariamente bellas por sí mismas, es decir, por armónicas, equilibradas y eficientes, que también, sino por reacción a la sorpresa de descubrir en ellas un orden subyacente que requiere una exégesis externa. La admiración por la belleza, empero, no debería partir en ningún caso del dilema entre el diseño y la casualidad al que la sorpresa conduce a ciertas personas, sino de la observación misma, desprovista de cualquier petición de sentido, pues el Universo, recordémoslo, carece de él. La sorpresa, tan consustancial a la observación de la belleza, debería ser, en todo caso, un fin en sí mismo, más que una causa para la especulación. La observación de un mundo «creado» remite la admiración a su creador, y se convierte, en ese mismo acto, en un culto mistérico. En cambio, la observación de un mundo autónomo y autosuficiente produce una satisfacción asimismo autónoma y autosuficiente que no apela a ninguna instancia para justificarse.

martes, 23 de febrero de 2016

VIVIR Y CREAR

En una de esas ferias de artesanía que ahora tanto proliferan, reparé no hace mucho en un estand cuya oferta atrajo inmediatamente mi interés. Sobre un pequeño mostrador tapizado en color rojo, había una serie de muñecos antropomorfos del estilo del hombre de hojalata del Mago de Oz, pero rígidos, no articulados, sin capacidad de movimiento, como oportunamente comprobé al tener uno de ellos en la mano, y el propio artesano confirmó al percatarse de mi interés en ello. Los muñecos eran de material reciclado; estaban hechos con piezas de metal, como tornillos, arandelas, tubos, alambres, latas de refrescos y toda clase de chatarrilla, pero tan bien concebidos y ejecutados que incluso podía uno advertir ciertos rasgos humanos en sus metálicos rostros hechos de ojos de arandela y narices de tornillo, y esperar de ellos, a pesar de su falta de articulaciones, un movimiento espontáneo como el de los autómatas. Me maravillé de la manera en que objetos simples escogidos al azar, pero dispuestos según un plan establecido, pueden asociarse para crear juntos un objeto complejo de orden superior, cuya existencia meramente formal se transforma, mediante la conciencia, en una existencia real capaz de suscitar emociones e inspirar discursos retóricos. Me dio por creer que aquellos hijos menores de un Frankenstein chatarrero exigían de mí un permiso para existir, y que esa existencia, que de ninguna manera era la suma de las existencias de las piezas de que estaban compuestos, sino una existencia unificada merced a la licencia que, debido a mis necesidades de comprender, yo alegremente les extendía, era la responsable de que desde el sentir yo advirtiera en ellos signos de humanidad que desde el pensar jamás habría advertido. 
Me pareció que de esa digresión se desprendía una enseñanza acerca de nuestras formas de percibir y de crear. Porque lo que tan ufana como erróneamente llamamos «creación» no es sino el producto de un proceso de reciclaje, es decir, la puesta en orden y ensamblado de elementos caóticos, a menudo inconexos entre sí, e incluso carentes de valor o sentido por sí solos, pero que, organizados de una determinada manera, se constituyen en un ente nuevo con capacidad de significar. Por tanto, el significado de las cosas no reside en su propia esencia, sino que es una construcción intersubjetiva, exactamente igual que el lenguaje. Imaginé, pues, aquel muñeco, no como un objeto-muñeco en sí, sino como un «muñeco-palabra» compuesto de «letras-objeto» carentes de significado por sí solas, pero con un pronunciado cierto cuando se ordenan, que es lo que lo dota de sentido y le da existencia. Crear es introducir un cierto orden en las cosas, o, dicho con otras palabras, contradecir el proceso entrópico que se da en todas las cosas, pero sin que el orden introducido pretenda reponer o recuperar estados anteriores de esas mismas cosas, sino estados potenciales de ellas. En ese sentido, lo que nosotros llamamos desordenar no deja de ser otra forma de añadir orden, pues cualquier intervención por nuestra parte en el normal devenir de las cosas se opone a su proceso natural de dispersión.
La realidad que observamos está en proceso constante de desintegración. Todo, incluidos nosotros mismos, tiende a la homogeneización absoluta, y vivir significa de alguna manera oponerse a esa tendencia. El Arte, así lo veo, es la mejor forma que cierta gente ha encontrado de engañarse pensando que se es capaz de contradecir ese proceso natural de desintegración, recuperando de ella, aunque sea momentáneamente, determinados objetos-fetiche que, de esa manera, merecen nuestra adoración. Frente a la fe, que promueve la adoración de entes eternos, el Arte adora lo inmanente, lo perecedero, preservado momentáneamente de la nada mediante el reordenamiento de sus componentes.
Vivir y crear son una misma cosa. Ambos, mi ser y mi obra, son el producto efímero de la presunción de haberse resistido a la inevitable desintegración. ¿Qué soy yo mismo, sino material para futuras configuraciones?







viernes, 26 de septiembre de 2014

ESCUCHAR EL SILENCIO

Si me concentro en lo que veo y cierro los ojos, llega a mí nítido el jadeante silbar de la flauta de pan y el fino y vibrante trino del albogue, en manos de estrafalarios músicos con patas de palo y largas barbas bifurcadas. Incluso creo oír a veces, por encima de lo demás, el profundo bufido del cuerno, que un manco sostiene con su única mano, y por debajo, un continuo batir de palmas y tejoletas y un jolgorio compuesto de canto y risa. Y acompañándolo todo, el ritmo pautado y constante de las manos golpeando contra la mesa. La mesa pétrea de un banquete que dura mil años.

Si abro los ojos cesa la música, pero comienza entonces otro tipo de sinfonía: la pitagórica, la cabalística, que trata de engañarme con la idea de que cualquier cosa abstracta es reducible a un mero asiento contable. Y acude a mi mente entonces la música de las esferas. Con ella me retiro buscando la sombra, sintiendo sobre mí las miradas del impúdico onanista y la obscena exhibicionista, en su papel de eternos figurantes de un circo bufo. Me acompañan también en mi camino el fraile y el goliardo, el bardo y el juglar, el borracho y el contorsionista, y un extenso bestiario de naturaleza tan grotesca como incierta.


Desde mi cómodo asiento de hojas secas a la sombra de los árboles a los que un día pertenecieron, disfruto de esta mañana de otoño temprano plagada de aromas frescos de hierbas y atravesada de brisa. Estoy solo, y la soledad que siento es absoluta, como la paz que reina en este abandonado paraje: absoluta, infinita, pero llena de acontecimientos, como es siempre la paz de la vida, en contraposición a la paz de los cementerios. Distraen mi soledad el paso fugaz de las golondrinas y el murmullo de las hojas de los árboles cuando la brisa las empuja a hablar. Sin duda, fue en lugares como este, en ámbitos de paz así, en soledades como esta, donde se oyó por primera vez hablar a los árboles parlantes de todas las mitologías. La Naturaleza se deja oír cuando cesa el runrún informe de la civilización, especialmente, el eco de él que va con nosotros a todas partes. ¡Qué error el de quien considera el silencio como requisito indispensable para la paz y manda callar a la Naturaleza y a la propia imaginación para poder oírse a sí mismo! Nada acompaña mejor la soledad, ni estimula mejor la sensación de paz que la música que encierran las cosas mudas que nos rodean.

jueves, 11 de septiembre de 2014

SIMONE Y COCO


Una fotografía de agosto de 1944. El combate por la liberación de Francia aún no ha terminado, pero los «francs-tireurs et partisans» (FTP) se han cobrado ya muchas piezas en su partida de caza de colaboracionistas. Simone Touseau es una de ellas. La acusan del delito de «colaboración horizontal» y está asustada; lleva en la cara el rictus fatal del miedo. Protege contra su pecho el fruto del «pecado», su hijita de apenas unos meses, mientras camina por la rue Beauvais de Chartres, donde vive, muy cerca de la catedral de las catedrales. La acompaña en su camino una turba compuesta mayoritariamente por mujeres. Lleva la cabeza rapada, y en la frente, una cruz gamada grabada a fuego. No destila ningún glamour. Apenas unos pasos por delante de ella, abriendo el «carnaval moche», va su padre con las cosas de su hija en un improvisado hatillo, y justo detrás de él, su esposa, la señora Germaine Touseau, con la cabeza también rapada, como su hija, pero con la frente sin marcar. Hay en la escena, si uno se olvida del relato que le da sentido, un cierto aire festivo pueblerino como el que se respiraba en las procesiones marianas de antaño, en las que todo el mundo pugnaba por acercarse a la imagen de la virgen, y los niños, libres de colegio, se sumaban al cortejo con sus gritos y sus risas. Y me doy cuenta de lo difícil que se hace distinguir, extraída de su contexto, la sana alegría festiva del malsano jolgorio del odio recién satisfecho. Y es que los signos externos humanos de alegría no informan de sus causas. 
Cambio ahora de fotografía, y como cuando se cambia de vino, para no mezclar los sabores, enjuago mi mente durante unos instantes, para que ni uno solo de los sentimientos amargos de la fotografía anterior contamine el dulce glamour de la que ahora contemplo. La diva Coco Chanel posa para las cámaras con la elegancia y distinción que son consustanciales a los divos. Es modista, la más prestigiosa del mundo, creadora de tendencias y directrices estéticas, diseñadora de joyas y complementos exquisitos, e inspiradora de perfumes que arrebatan el sentido. Aparece natural, divertida, feliz, como si realmente lo fuera, o como si no hubiera hecho otra cosa en su vida que posar. Destila glamour por cada poro de su piel. A diferencia de la fotografía de Capa, que reflejaba magistralmente el espíritu de los acontecimientos que cambian para siempre la vida de las personas, ésta, en cambio, es una fotografía más de Coco, la misma fotografía que Coco seguirá haciéndose el resto de su vida: fotografías sin espíritu, sin acontecimiento, simples poses. Pienso en lo diferentes que son las dos fotografías, pero sobre todo en el profundo abismo dramático que las separa. Tan profundo, pienso, como la injusticia de la que dan testimonio.

Las dejo a un lado e Imagino a Coco, tras la sesión fotográfica, dirigiéndose a su residencia del hotel Ritz, donde comparte una lujosa suite con su amante el barón Hans Gunther von Dincklage, un alto oficial de la ABWEHR (la Inteligencia Militar nazi). O, tal vez, a reunirse con su buen amigo y confidente, el general de las SS y jefe de información y contraespionaje alemán Walter Schellenberg, con quien comparte labores de espionaje, y con quien también colabora «horizontalmente». Luego pienso en Simone. Cuando en 1966, arruinada su vida y echada a la bebida, muere en el más absoluto olvido a la edad de 44 años, Coco continúa aún residiendo en su lujosa suite del hotel Ritz, aclamada y venerada por todos como la diva que es. Me pregunto si Catherine, el fruto del amor de Simone con Erich Göz, un simple soldado alemán, que con 70 años de edad sigue viviendo en Chartres con nombre e identidad falsos, habrá utilizado alguna vez, como tantas mujeres francesas, algún producto de la extensa gama CHANEL: algún vestido, un sombrero quizá... ¿Habrá perfumado su cuerpo alguna vez con el exquisito Chanel n.º 5?
Mirando otra vez la genial fotografía de Robert Capa, pero ahora desde un punto de vista que excluye la lectura histórica y el juicio ético, se me ha ocurrido ver en ella, tanto por su composición como por su lenguaje narrativo, una adaptación a la fotografía de una «Madonna con niño» botticelliana. ¡Qué mejor marco que Chartres para ello! Me voy de la fotografía con esa idea en la cabeza.

Dos mujeres francesas cuyas historias comparadas revelan lo cruel que la Historia es con los débiles.



sábado, 7 de junio de 2014

LA RISA DE AUSCHWITZ

Un grupo de mujeres y niños judíos cárpato-rutenos de etnia húngara posa con estremecedora impersonalidad —la personalidad les ha sido arrebatada por ley— delante del tren que les ha traído a Auschwitz desde el gueto de Bereshov. La presencia de la cámara del fotógrafo de las SS, Ernst Hoffmann, y su extraña liturgia les distraen por un momento de los gritos de los auxiliares del campo y de los ladridos de los perros que las chicas de la SS Helferinnen, las que gustan bailar alegres al ritmo del acordeón, azuzan contra ellos. El temor en todas sus variables está presente en esta escena: el temor inconsciente del niño que no acierta a comprender lo que ocurre, pero sabe que ocurre; el que paraliza al adulto que conoce su destino y, ya sin fuerzas y «despersonalizado», se abandona con resignación a él; el temor siempre esperanzado del ingenuo, y el del anciano por la prolongación en el tiempo de una vida que ya no desea. Y todos los temores confluyen en uno que los paraliza a todos por igual. Pero no sé si todo esto que digo lo veo en realidad, o tan sólo lo imagino, pues el conocimiento de su triste destino pone en sus ojos una llamada de socorro que no está en ellos cuando se mira, pero que no se extingue al dejar de mirar y que resuena con fuerza en los fundamentos mismos de mi idea de civilización. Una llamada desatendida que apela eternamente a cada uno de nosotros desde el fondo de la imagen. Y es que hay fotografías que tienen fondos que hablan.

Un grupo de chicas de las SS Helferinnen disfruta de su tiempo de ocio en compañía de Karl Höcker y de otros oficiales nazis en el puente de acceso al Solahütte, la finca de recreo y descanso construida a tal fin para los funcionarios de Auschwitz-Birkenau. Allí, lejos del cansino rumor de lamentos que acompaña su jornada de trabajo, y a salvo de la desagradable lluvia de ceniza —la real y la simbólica— que poco a poco cubre sus uniformes y sus corazones, fluye con naturalidad la humanidad que atesoran, y con ella aparecen la música, la danza, el juego y la risa. 

Lamento, temor, dolor, crueldad, empatía, música, danza, juego, risa... son cosas que difícilmente pueden formar parte de una misma fotografía, pero que comparten espacio con naturalidad en cada uno de nosotros. Dos fotografías simultáneas en el tiempo y complementarias en lo histórico revelan, al contemplarse unidas por el vínculo que las explica, la natural monstruosidad de la condición humana, no por monstruosa menos natural, ni por natural menos monstruosa.



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