Los colores no existen como tales. Son formas que el cerebro tiene de distinguir y de categorizar. No obstante, de la relación entre ellos, de la forma en que se ordenan y se complementan, surgen patrones armónicos que parecen desentenderse de la mera función cerebral de aprehender el mundo y hacerlo habitable. Sin embargo, incluso desde el universo estético al que la observación consciente los conmina, no hacen otra cosa que seguir distinguiendo y categorizando, por mucho que en ese universo la distinción y la categoría no tengan ya un significado «natural», sino uno estrictamente jerárquico. Es esta la forma en que el Arte transforma los conceptos: mediante un simple cambio en sus acepciones.
Otro ejemplo del «juego de significados» consustancial al universo estético lo tenemos en las fotografías que Maxime Du Camp hizo durante su viaje a Egipto en compañía de su amigo Gustave Flaubert. Son, básicamente, fotografías de ruinas. En cierto sentido, podrían considerarse una puesta al día tecnológica de las ilustraciones que componen la inigualable Description de l’Égypte —publicada tras la invasión de Egipto por parte de Napoleón— y, como tal, un reflejo aumentado del cambio de significado operado en el concepto ruina a partir de la citada publicación, que tan honda repercusión iba a tener de ahí en adelante en la educación artística. ¿No se da aquí ese impulso civilizador que tan agudamente apuntó Pessoa: ese soñar con la nueva dimensión que el Arte concede a las cosas, tan sólo con darles un nombre o un sentido falso?
¿Por qué a un determinado color, aplicado en una superficie bidimensional, le añadimos una tercera y decimos de él que es «profundo»? Cuando uno se pregunta qué cualidades ha de reunir un color para ser considerado profundo, la respuesta es inmediata: un color profundo es aquel que tiene niveles altos de intensidad y de saturación. Pero, ¿cómo se relacionan esas cualidades con la profundidad? Sin duda, mediante la luminosidad, lo que quiere decir que la luz y la sombra crean el espacio.
Por lo desconcertante de su fenomenología, hay quien cree que si el color pudiera hablar, y expresarse filosóficamente, afirmaría: «Yo soy yo y mis circunstancias.» Pero, ¿de qué forma podría ser objeto de eventualidad aquello que está definido mediante fórmula química y puede ser reducido a términos matemáticos? ¿No son, acaso, las fórmulas químicas y matemáticas, formas de traducir a signos alfanuméricos la esencia inalterable de las cosas? ¿No será, más bien, que, en asunto de colores, el yo y la circunstancia son una misma cosa en mí, que los colores realmente hablan filosóficamente, y que esa es la razón por la que es inútil tratar de comprenderlos mediante otra Ciencia que no sea la «Ciencia mental» a la que se refería James Clerk Maxwell?
Compruebo que mi ojo fotográfico a menudo se antepone a mi ojo orgánico —al que utiliza como un mero instrumento—, proporcionándome una visión avant la lettre del fluir de las cosas en el tiempo. Así, por ejemplo, elimina las texturas de la superficie del agua, extiende sin medida las nubes en el cielo y convierte en espectros a los seres vivos. Me pregunto si todo eso ocurre realmente o, si, más bien, esa anticipación visual es una especie de «recuerdo del futuro» que un tercer ojo —éste mecánico— es capaz de crear en mí a partir de su propia memoria futurista, en la línea de «El espejo que recuerda», que cierto noble francés vio en la Fotografía.
Una fotografía de finales del siglo XIX o de la primera mitad del siglo XX. He ahí, para mí, una descripción de una obra de arte. Ningún otro objeto de ese mismo periodo alcanza per se esa categoría. ¿Qué es lo que obra el milagro de presentarme como arte algo que quizá nunca se propuso serlo? Respuesta: el tiempo o, para ser más exacto, la vocación de toda fotografía nueva que hago de ser, ya desde el mismo momento en que la hago, una fotografía antigua.
De la misma manera que el libro digital excluye de la lectura aquello que la acompañó siempre, como son el olor y el tacto del papel, así también la fotografía digital excluye de sus procesos los efluvios químicos y el pringoso tacto de los productos que los originan. Me pregunto hasta qué punto y en qué manera la limpieza —en sentido literal del término— de la edición digital se traslada a su producto —si más allá de facilitarlo, lo distingue para bien o para mal—, y si la privación de la experiencia multisensorial que esa limpieza conlleva supone una ganancia o una pérdida en términos de satisfacción.
Decía Honoré de Balzac a propósito de la Fotografía: «Si alguien le hubiera ido a decir a Napoleón que un edificio y que un hombre son incesantemente y a cualquier hora representados por una imagen en la atmósfera, que todos los objetos existentes tienen en ella un espectro captable, perceptible, habría encerrado a ese hombre en Charenton... Y, sin embargo, es lo que Daguerre ha probado con su descubrimiento.» A quienes, como yo, la fotografía es un vehículo de expresión personal, pero, al mismo tiempo participan de las rutinas sociales a las que su atropellada divulgación la ha condenado, no deja de maravillar la forma en que un argumento todavía virgen, impregnado de esa magia y de esa transgresión que incluso las mentes más abiertas ven siempre en las nuevas tecnologías, es capaz de retrotraer el pensamiento a los mismísimos orígenes de la disciplina y renovar así el respeto por ella.
De todos los cambios que el relevo tecnológico impuso recientemente a la Fotografía, quizá sea la desaparición de El cuarto oscuro, tan consustancial a ella desde sus mismos orígenes, el que más honda trascendencia ha tenido en lo que a la propia concepción de la Fotografía se refiere. El cuarto oscuro era mucho más que un laboratorio; era el sancta sanctorum en el que tenía lugar el milagro mediante el cual la imagen, como en los ritos paganos, tras ser impetrada con abluciones y baños sagrados, hacía su aparición en plenitud para regocijo del oficiante. Había en ese ceremonial algo o mucho de magia, de ocultación, de secretismo; en ese su retiro temporal del mundo, el fotógrafo era un iniciado, un alquimista, una especie de médium a cuya invocación los «espectros en la atmósfera» de Balzac tomaban cuerpo y se manifestaban. En aquel lóbrego encierro el fotógrafo podía sentir el embrujo de la creación de una manera que hoy, libre y a plena luz, no puede.
Sin duda, es la función de representar fielmente la realidad, tradicionalmente asociada a la Fotografía, la que hace que esta disciplina, como ninguna otra, guarde tan estrecha relación con la nostalgia. La exacta correspondencia entre lo que el ojo ve y la cámara registra avala esa idea. Sin embargo, habría que saber de qué forma esa correspondencia puede establecerse también entre lo que la fotografía muestra y la memoria conserva, pues, mientras la imagen fotográfica permanece estática en el tiempo (es una instantánea), el recuerdo es un objeto dinámico que muda constantemente con él y, a partir de tan opuestas naturalezas surge la duda de si lo que llamamos «recuerdo» no es a menudo otra cosa que un objeto inducido por la contemplación periódica de la imagen estática que le da forma y a la que al fin queda subordinado. Es decir, que, cuando etiquetamos como Recuerdos la caja de las fotografías, quizá estemos siendo estrictamente literales.
Distinguía Walter Benjamin entre los conceptos Fotografía como Arte y Arte como fotografía, adjudicando al primero una función estética y al segundo una función social. Interpretar o reproducir: ese sigue siendo el dilema que escinde la Fotografía en dos actividades paralelas —cada una con su propia filosofía y su propia metodología— de las que el discurso sobre la técnica no es sino un exponente más del abismo conceptual que las separa.
La cámara fotográfica es ciertamente un instrumento mágico, en el sentido que convierte lo intrascendente en algo «digno de verse». Pero también es un instrumento de poder, pues esa conversión obedece a la decisión de un fotógrafo. Por eso, cuando el fotógrafo no es un poeta sino un notario, el escepticismo y la insumisión han de ser herramientas imprescindibles en la tarea de observar y valorar su obra. El poeta está obligado a mentir; el notario, en cambio, a revelar la mentira.
Como su propio nombre indica, una instantánea es una ínfima porción de realidad de cuya secuencia histórica es prueba pericial, pero de cuya historia no siempre es capaz de dar cuenta. La sujeción del concepto «instante» al contexto narrativo del que la Fotografía lo extrae no siempre está asegurada, y esa descontextualización es el «limbo» en el que el fotógrafo es libre para crear. La Fotografía tiene la virtud, o, si se quiere, la capacidad, de desmenuzar la realidad histórica en infinitas porciones, pero también de convertir a cada una de ellas en un ente autónomo capaz de generar a partir de sí su propia historia y su propia realidad.
Una fotografía de larga exposición es lo opuesto a una instantánea. Esto parece una perogrullada, pero, si se piensa seriamente en la forma en que una y otra reflejan la realidad, el asunto adquiere un tinte metafísico. La instantánea, llamada así debido a la insignificancia del lapso de tiempo comprendido entre la apertura y el cierre del obturador, y no atendiendo a una idea de «congelación», tan intuitiva como imposible, sería, por esa razón, no un opuesto de la larga exposición, sino tan sólo un fragmento de ella, aunque incapaz a efectos prácticos de reflejar un rastro histórico. Sensu stricto, la larga exposición no es un conjunto de instantáneas, sino la extensión indefinida de un instante (la abolición de su insignificancia), esto es, el reflejo de una mirada que no se limita a contemplar el paso del tiempo, sino que lo acompaña en su fluir —que nace y muere en él—, y cuyo resultado es su propia biografía. Es como si la Fotografía, al dotar de memoria a la mirada, le otorgara existencia.
Todo fotógrafo que se tenga por tal estará probablemente de acuerdo con la idea de que la buena fotografía ha de preexistir a su propia toma. Es decir, que el pulsado del disparador no sea más que el último paso de un proceso que se ha iniciado y desarrollado en su propia mente. En ese caso, la cámara queda relegada a la categoría instrumental y no tiene otro papel que el del pincel en una pintura, o el de la pluma estilográfica en una obra literaria, ni más protagonismo que ellos en la valoración de una y otra. Sin embargo, raro es el fotógrafo que, abandonado a su suerte, no escudriñe el entorno a través del visor de su cámara, delegando en ella la tarea que su mente no es capaz de afrontar. ¿Habría, según eso, una «fotografía mental» y otra «instrumental»?
La génesis de una pintura es un soporte en blanco sobre el que hay que añadir pigmento. La de una escultura en piedra, por el contrario, un bloque informe del que hay que sustraer un sobrante. Ambos procesos comportan un trabajo artístico que responde a una metodología dominada mediante la experiencia. La génesis de una fotografía, en cambio, es la disposición de una placa sensible, ya sea química o electrónicamente, a recibir la luz que se hace dirigir hacia ella a través de una o varias lentes. La metodología del fotógrafo se aleja, pues, de los procesos aditivos y sustractivos de las Bellas Artes y se asemeja más al modus operandi de un cazador, pues su quehacer consiste en orientar su herramienta, previamente configurada, en la dirección de su objetivo, lo que en cierta medida explica los recelos que su actividad suscita y el carácter furtivo de algunos de sus usos y costumbres.